No sé bien qué pensar

Dos y dos son cuatro. Cuatro y dos son seis. Seis y dos son ocho. Y ocho dieciseis.

Hace como ocho años fui a la cancha de Huracán a ver a River. Le hicimos cinco o seis goles. Un paseo hermoso.

Y ya cuando íbamos en el bondi, borrachos y bajando a hacer pis cada veinte cuadras sabíamos que el partido iba a ser así. Íbamos como se va a una fiesta en la que sabés que van a pasar cumbia, cuarteto, reggaetón y hits de los noventa.

Nada puede ser distinto a la felicidad.

A la vuelta caminamos hasta Constitución sonrientes y tranquilos.

Este fin de semana tengo ganas de volver al Ducó. En la Quema River se puede llegar a comer cinco o seis tranquilamente.

Por otro lado, me preocupa el destino de una Selección de fútbol sin Riquelme.

El fútbol no nos enciende el alma. Hay que buscar por otro lado.

Y ocho veinticuatro. Y ocho treintidós. Más diez que le sumo son cuarentidós.

Entradas de regalo

Hacía tanto que no entraba a la página de Blogger que ya no me acordaba la clave. Por un momento llegué a pensar que toda la historia del blog se moría acá. Y, no sé, hubiese sido un lindo final, en realidad.

Muerte por extravío de clave.

Creo que le hubiese quedado bien.

En cambio ahora parece seguir condenado a morir por el olvido de su redactor.

El sábado a la tarde me llamó un amigo para regalarme dos entradas al recital de Iron Maiden en Vélez.

Al toque se las regalé a otro amigo que es metalero.

Estábamos sentados en un bar, acá cerca de mi casa, como a las siete, para pasarle las entradas y tomar una cerveza, y me llamó otra persona para regalarme una entrada para el partido de la selección.

Era la entrada que iba a usar Walter Erviti, el volante de Banfield, me contó. Pero Ervitti no fue y él pensó en mí. Así que me subí a un taxi y a los diez minutos estaba en el Monumental.

El cartoncito de la entrada decía 280 pesos. Era en un pequeño corralito que tenía televisores para ver las repeticiones de las jugadas y estaba lleno de gente famosa con pases colgados en el cuello. Justo atrás, a un metro de mi butaca, estaban las cabinas de los relatores.

Estaba Vignolo relatando.

Cuando llegué me pasó algo re loco. De hecho, pienso en eso más que en el desarrollo del partido:

Salí en la foto que se sacó con sus amigos, justo antes de que yo lo abordara, el chabón que estaba ocupando mi asiento.

Cuando llegué a mi asiento -Platea Belgrano; Sector O; Fila 3; Asiento 18- descubrí que alguien ya estaba sentado ahí.

No puedo parar de pensar en ese tipo. En la foto que se hizo sacar al minuto de juego del partido, abrazado a su mejor amigo, dándole los dos la espalda al partido.

De fondo, midiéndolo para encararlo, sale el chabón que le cagó la noche.

Yo.

¡Me cagaste la vida -me dijo al final del partido-; desde allá no se veía nada!

Ahora, cada vez que vea la foto del partido histórico, va a ver mi carota ahí, justo arriba de su hombro, como si quisiera participar de su vida a toda costa.

Debate

Ayer viví dos historias re locas.

Una no la puedo contar pero la otra es: me desperté y me fui a comprar cuatro facturas. Acá eso sale cuatro pesos. Y yo me compré una bola de fraile con dulce de leche, dos vigilantes con crema pastelera y una medialuna con dulce de leche.

En la panadería aproveché para practicar un ejercicio que consiste en mirar fijo a los ojos, todo el tiempo, a tus interlocutores, en este caso fue la empleada de la panadería, y sacarles charla trivial. Cuando termina la interacción, no importa lo que hayas hablado; sólo tenés que tener bien claro cuál es el color de ojos de la otra persona.

Después de eso mi vieja se despertó y se fue a hacer un análisis de sangre al edificio de la obra social, que es Medicus. Lo loco fue que le dieron un vale para que se tome un desayuno completo en un barcito de acá a la vuelta y, como ella no puede porque está a dieta, me llamó a mí y me invitó a que me lo mande yo. Así que desayuné dos veces: media docena de facturas y un café con leche en total.

Mi hermano también vivió dos historias re locas. Me las contó ayer por teléfono. Una no la puedo contar, pero la otra es: venía en el auto y de golpe se cruzó con tres palomas que venían volando en fila. Las dos primeras aceleraron y pasaron finito, pero la tercera, capaz distraída por cuestiones de la cotidianeidad, dudó y quiso cambiar de rumbo. Pum. De frente con la parrilla del auto. Mi hermano dice que sonó a bomba de plumas. Mini estruendo y miles de plumas volando frente al parabrisas. Masa encefálica de paloma sobre la pintura del capó.

Estas cosas las escribo y las comento porque vengo haciendo un esfuerzo enorme por no opinar sobre el reciente debate de la inseguridad. Sé que me voy a poner violento y no me gusta verme así.

Hoy me desperté y fui a comprar facturas otra vez. Esta vez sólo compré tres: una bola de fraile con dulce de leche y dos vigilantes con crema pastelera. Durante toda la transacción la empleada de la panadería, una chica no demasiado linda, y de ojos celestes, me miró fijamente a los ojos.

Casi amenazante.

Nacho

Voy andando por la calle y comiendo un turrón de cincuenta centavos y pensando en que voy andando por la calle y comiendo un turrón de cincuenta centavos.

Hace unos días me regalaron un libro de poesía de Bukowski. En inglés. Estoy demasiado feliz con eso. Bukowski, en lo que a mí respecta, y si me lo preguntan, es ni más ni menos que Dios.

Quiero ser Bukowski con tanta fuerza que ni lo voy a intentar.

Soy Cuparito.

Ni más ni menos. Y eso no es joda.

Un fracaso de miles de kilómetros más al sur que Buko, pero mucho más lindo, sano y buena onda. Sonrío tanto y con tantas ganas que cualquiera se convence de mi felicidad plena.

Me tiene enfermo el libro. Estoy intentando traducir algunos poemas, pero es una tarea complicada. Logro pasarlos al castellano, claro, pero no logro que esté bueno leerlos; que las palabras suenen lindas. Quedan un poco estúpidos.

Igual lo voy a seguir intentando.

Hay uno que se llama Sin elogios, por favor… Y dice algo así como:

No quiero a nadie
en mi velorio
diciendo:

“la verdad que
era un buen tipo
después de todo”

ningún
imbécil
haciendo comentarios
estúpidos sobre mi
valor o mi escasez de.

Lo que sí estaría
bueno
sería que alguna de mis
mujeres se apareciera
cargada de maquillaje
vestida con
tacos altos y
un vestido verde bien
apretado
y dijera:

“la verdad que
era un buen garche
después de todo”

por supuesto
ella no va a
aparecer
y nada de eso va a
pasar
porque
nunca lo fui.


Me encanta ese poema.

Y ahora voy andando por la calle comiendo un turrón de cincuenta centavos y pensando en que voy por la calle comiendo un turrón de cincuenta centavos.

Me tienen adicto esos hijos de puta.

Hace un calor exagerado y los jeans se me pegan a las piernas.

Cabildo tiene una cosa medio hincha pelotas, con el sol, el humo, el ruido y la locura. Entonces voy por adentro. Pero el calor igual es insoportable.

Cuando llego a José Hernández y Vuelta de Obligado me suena el telefonito. Lo miro con ilusión pero cuando atiendo me entero de que buscan a un tal Nacho y cuelgo.

Entonces tiro el papel del turrón en un tacho de basura y me pongo a buscar otro en la mochila.

Al papel de ese lo tiro en un tacho de la estación de subte.

Chaboncitos

Ah, tengo unos recuerdos que me queman la cabeza.

Son una cosa del demonio esos chaboncitos: los recuerdos.

La puta madre.

Y no sé porqué. Pero los más pulenta siempre quedan ahí taponados por las cosas que “creés que te hicieron crecer”.

Es decir: siempre me acuerdo más del día en el que tuve que dejar abandonado a mi perro, el Foca, que de la vez esa que con Paula nos quedamos como hasta las seis de la mañana hablando mierda en las reposeras de la parte de atrás de mi casa, todavía con los uniformes del colegio del día anterior puestos.

Cosas raras.

Ahora tengo una imagen de mi viejo. Muchos años antes de todo lo que suelo recordar.

La imagen de mi viejo. Siempre con el saco puesto. Intentando convencerme de que no me haga de Independiente.

Yo estaba copadísimo con Bochini.

Si hasta yo mismo era el mismísimo Bochini; un Bochini que no le llegaba ni a las rodillas a ningún ser humano adulto, pero un re Bochini en el corazón y en las baldosas del patio de mi casa neuquina.

No quería saber nada con River ni con ningún otro cuadro.

Y ahora me lo acuerdo al tipo mientras bajaba las escaleras –y mientras afuera el viento hacía el aullido de un lobo feroz y el polvo de la barda empezaba a meterse por la ventana del cuarto todavía abierto a la noche estrellada- y me cantaba una de River.

Una que decía:

“Ohhhhhhhhhhh, Millonario/ ohhhhhhhhhh, Millonario es el campeón”.

El tipo bajaba por la escalera cantando eso. Todavía no me había convencido de nada,
pero bajaba la escalera cantando eso.

Después no la volví a escuchar nunca más en la vida.

Botellazos

Al final no tuve ganas de escribir lo del hospital.

Nada interesante pasó ahí, salvo los puntos en la cabeza, la idea de contar todo en cuanto me liberaran, la sangre en mi remera, mi cara y mi cuello y la idea de que era un baterista punk que se acababa de agarrar a botellazos en Cemento.

Lo importante hoy es que ya tengo celular nuevo y que pude retomar el gimnasio, a pesar de la pequeña costura frankensteiana que tengo en la cabeza.

Por lo demás, un poco aburrido, pero como siempre disfrutando de todo lo que pasa.

Recomiendo ferviente, ardorosa y convencidamente este blog y este fotolog.

(hay que clickear sobre la palabra “este” en los casos en los que aparece subrayada)

Y también recomiendo a su autora, que tiene un nombre graciosísimo mal, y que aunque en las fotos no se note, en persona, cuando se ríe, si la mirás bieeeeen de cerca, es igualita, pero igualita igualita, a Jazmín Stuart cuando se ríe.

Tranquilidad

Lo escribo ahora que todavía tengo la oreja, el cuello y la remera llena de sangre. Vengo pensando en escribirlo desde que me quedé tirado solo en la camilla de la guardia del Pirovano.

Por eso lo redacto incluso antes de bañarme.

La sangre está seca pero el olor está fresco.

Ja.

A veces pienso que realmente estoy loco.

En ningún momento perdí la frialdad. Siempre dominado por una inmensa calma. Y eso por un lado me pone orgulloso y por el otro me preocupa.

Hace como una hora y pico me afanaron. Fue un grupo de cinco o seis personas. La historia incluye un arma de fuego, sangre, golpes de puño, nervios, gritos, traición.

Venía caminando por Barrancas. En la tele vienen diciendo que es el lugar más peligroso del mundo, pero yo no vi ninguno de esos programas.

Venía subiendo por La Pampa.

De golpe, enfrente mío, dos chabones.

Uno de ellos, el más petizo, me pide la hora. Yo le digo que no tengo y sigo caminando. Él me pide un peso. Yo le digo que no tengo y sigo caminando.

El chabón se corre a un costado.

Su turno había terminado.

Hey, no te vayas, me dijo el otro.

Y de la entrepierna del pantalón saca, ahora sí… el arma.

Un arma.

Nunca vi un arma, al menos antes de hoy, así que ahora que la tengo enfrente mío no sé si es de verdad o mentira. Pero cuando la agarra del cañón y me pega con la culata en la cabeza se la siente bastante real.

Ahora ya no me piden sino que me exigen que les dé el celular y la plata.

Al celular lo saco del bolsillo de mi pantalón y se lo doy.

Con la plata es más difícil. Intento hacer memoria pero no recuerdo adónde la llevo.

Parece que estoy muy nervioso, pero no. Realmente es lógico que me pase esto. Toda la vida lo mismo: nunca sé cuanta plata llevo encima y siempre la llevo hecha un bollo en alguno de los bolsillos del pantalón o de la mochila.

Me lo han reprochado mucho en el pasado, mis hermanos y mis amigos. Y ahora todas esas anécdotas se me vienen a la cabeza. Mientras el chabón espera que yo responda.

En una pizzería, Caro y yo, la pizza sale diecipico y con la cerveza se hace veintipico; decidimos partir los gastos, saco de la billetera un manojo de billetes arrugados, parecen de veinte años atrás.

Su insulto suena ahora en mi cabeza otra vez: nene, dejá de llevar la plata así, estúpido, te voy a regalar una billetera.

Se me vienen a la cabeza veinte personas más haciéndome ese mismo reproche en el pasado y la respuesta siempre es la misma. Con una sonrisota de oreja a oreja: ya tengo billetera; mirá.

Ahora el que me pide la billetera es el chabón. Y yo le digo que no tengo. Y eso sí que no sé porqué lo hago, porque no quiero mentirle. Y entonces me vuelve a pedir la plata y yo le digo con un tono de absoluta sinceridad –al punto que me creyeron. Y no parecían en su momento de mayor racionalidad del día- que no recuerdo dónde lo llevo.

Y sé que se me viene la noche, aunque la noche ya se hizo hace un par de horas largas. Ahora realmente pienso que me van a matar de alguna manera u otra. Pero muy tranquilo me pongo a hurgar en mis bolsillos y empiezo a fijarme en la mochila.

El chabón me dice que tenga cuidado. Que no vaya a sacar nada para defenderme. Y yo empiezo a pensar que él no llega a entender del todo que yo en esa situación no soy más que un pollito indefenso.

Entonces le doy la mochila y le digo que se fije él.

Entonces él se fija y me la devuelve. Calculo que debe haber sacado unos cincuenta o sesenta pesos. No recuerdo cuánto llevaba, realmente.

En el bolsillo del otro lado, sí, ahora lo sé, porque acá los tengo, llevaba la billetera, con las tarjetas de débito y crédito y los documentos.

No sé porqué mentí. Creo que quería irme y ya.

De un momento a otro ya no son dos sino que son cuatro. Y los nuevos se muestran un poquito más beligerantes conmigo.

No sé porqué.

Uno de ellos me pega una trompada en la mandíbula. Ni la veo venir porque estoy mirando a otra parte, pero sé que entra perfecta. Y lo único que atino a pensar es: entró perfecta.

Casi ni duele.

Una trompada, cuando tenés miedo, casi ni duele.

Lo estoy aprendiendo ahora mismo que la recibo, sin siquiera poder amortiguar el golpe.

Por el otro lado aparece uno más y se me acerca con ganas de pegarme otra.

Lo veo y me quedó mirándolo. Mis alarmas internas empiezan a sonar. Se viene otra.

Me dice que me quede tranquilo. Le aviso que estoy re tranquilo.

No me pega.

Los que estaban desde el principio me dicen algo. No sé qué. No me acuerdo. Pero mientras les respondo me rasco la oreja y cuando me miro la mano veo que la tengo llena de sangre.

Tardo en entender. No me habían pegado en la oreja y tengo sangre. La sangre chorreó desde la cabeza, desde un corte que debo tener en la cabeza, hasta la oreja.

Y ahora hasta la pera.

Y ahora hasta el cuello.

Y ahora hasta el pecho de la remera.

De algún modo, eso me tranquiliza. Hace muchos años me operaron el oído y perdí la mitad de la audición. Desde entonces siempre pienso: con los oídos no se jode.

Me devuelven la mochila. Adentro tengo dos libros –Delivery, de Parisi, recién devuelto por un amigo al que se lo presté, y La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, que está mejor de lo que mi prejuicio indicaba-, un short, la Guía T y la billetera.

El chabón del arma me dice que me vaya.

Yo me quedo quieto mirándolos. No sé porqué. Él me dice que no los mire con resentimiento y que me vaya.

Entonces me voy.

Paro un taxi. Le digo que me acaban de robar y le explico que me rompieron la cabeza, pero eso es obvio porque la tengo llena de sangre.

El taxista tiene cara de miedo. Me dice que no me puede ayudar porque le ensucio el auto y arranca.

Freno otro. Me sube. Me propone buscar un policía, pero yo le digo que tengo mucha sangre, entonces me lleva al Pirovano.

Esa parte tal vez tenga ganas de escribirla mañana.

Seguramente que sí.

Pero ahora no.

Ahora sólo estoy acá porque la médica me pidió, por las dudas, que no me duerma durante las próximas dos horas.

Me voy a ir a bañar. El olor a sangre ya me perturba.

Ingenio de escalera

Había una cucaracha en la pared que acompaña el descenso de la escalera que hay en la puerta del gimnasio.

Era enorme la hija de puta y yo venía saliendo con la euforia típica de cuando salís del gimnasio.

Ese día había entrado con una depresión tal que en más de mil momentos había pensado en ni meterme a correr o levantar peso. Muchas veces pasa, o casi siempre. Salvo esos días en los que tenés la viveza de tirarte a dormir una pequeña siesta antes de ir.

El resto, los días en los que el cansancio te tira al piso, siempre está dominado por una vocecita que te insta a que no vayas.

No vayas, no vayas, no vayas, boludo.

Por la calle empezás a tirar un cálculo de la energía que te queda y le restás la cantidad de energía que vas a tener que usar y siempre el resultado es negativo.

Y seguís caminando por la calle y seguís escuchando la vocecita y te seguís preguntando qué hacer.

Te lo seguís preguntando cuando estás sentado en las tablas de madera del vestuario. Mientras te ponés el short y la remera.

Mi remera siempre está más arrugada que la del resto.

En la pared de la escalera del gimnasio había una cucaracha enorme que aleteaba y hacia ruido al aletear. Parecía un poco turbada y pegaba saltitos.

Yo estaba solo y eufórico.

Cuando pasé por al lado suyo saltó a mi pierna, que estaba desnuda porque había decidido andar por la calle en short.

La tiré de un sacudón y cayó al piso.

La pisé.

Era una cucaracha bien grande.

En San Cristobal hay una librería rara

Hoy me metí en una librería increíble. Venía caminando por la calle y la vi y me puse a chusmear la vidriera. Miré para adentro y descubrí que había una mesa de ofertas en la que todos los libros costaban un peso. Otra en la que todos costaban tres. Y otra en la que todos costaban cinco.

Algo bueno tenía que haber entre todo eso.

Suspiré resignado y me mandé a la puerta. Estaba cerrada. Adentro había una chica que pintaba para linda y un chico que pintaba para lindo. Me quedé mirándolos y mostrándoles mi intención de empujar la puerta hacia adentro. Y a la vez la imposibilidad de hacerlo, lo cual dejaba en evidencia que la puerta estaba cerrada.

El chico vino y me abrió. Pasé.

-Están abiertos, ¿no?
-¡Sí, claro! Pasá.

Adentro había las tres mesas de ofertas, otra mesa más que tenía ofertas de precio indeterminado –había que mirar en la primera hoja-, un nene de tres o cuatro años con una pelota, dos gatos, una señora en batón que entraba y salía y una puerta que aparentaba dar a un fondo con casa.

Primero me puse a ver los libros de la mesa de un peso. Estuve un ratito poniéndole toda la onda para que algo me interese. Pero no había mucho. Lo único que encontré fue Jane Eyre, de Charlotte Bronte, que ni idea si será buena o no, pero tenía escuchado el título y el nombre de la autora y estaba en inglés y salía sólo un peso.

Joder, lo mismo que dos clásicos turrones de kiosko.

Así que me lo separé. Tal vez lo lea en algún momento entre mi cumpleaños de cincuenta y la muerte. Si es que llego, claro.

Cuando estaba terminando de revisar los libros de la mesa el nene se puso a gritar. Tenía una voz súper simpática y finita. Gritaba bien fuerte y los armónicos de su gritito te penetraban las membranas del oído. Parecía una nena, pero era un nene. Yo lo miré un par de veces pero el chico y la chica no. Entonces siguió gritando.

Creo que quería saber cuándo iba a venir su tío. Porque enseguida se puso a discutir eso con la chica. Ella le repetía que el tío iba a venir recién a las 21. Y el nene le volvía a preguntar por el tío Salvador. Y la madre volvía a repetirle lo de las 21 y así.

Y entonces él se ponía a gritar otra vez.

Después me mandé a la mesa de tres pesos. Ahí rescaté El devorador anónimo, de Manuel López de Tejada, que seguro no debe ser un gran libro, pero que es del mismo autor de un libro que ya leí, La mamama un amor voraz, hace como mil años, para el colegio, y que en su momento no me pareció tan lo peor. Y además lo compré porque salía tres pesos.

Ya con que un día te sirva para matar una cucaracha o para compensar el desnivel de una mesa, ya con eso va a estar pagando su valor.

Seguí mirando y por debajo de la mesa apareció un gato gris. Ahí me paralicé un toque. Me dan miedo los gatos. Uno nunca sabe si están en plan amistoso o guerrero. Nunca se sabe cómo van a reaccionar. O si la situación les resulta simpática o antipática.

De cualquier manera, decidí seguir mirando. Y ahí ubiqué uno de Mallea. Ya ni me acuerdo el nombre y está lejos. Pero es de Mallea y salía tres pesos.

El gato se subió a la mesa y me empezó a mirar fijo, pero yo ya estaba envalentonado. El nene agarró la pelota y empezó a patearla. El chico dijo que se iba. Le dio un beso a la chica y se fue, así que el gato, el nene, la chica y yo nos quedamos solos en la librería.

La señora en batón iba y venía.

La chica caminó al otro lado de la librería y empezó a pasarse la pelota con el nene. Se la pasaban por detrás mío. Un par de veces me pegaron en las zapatillas y yo me di vuelta con una sonrisa grandotota.

Era realmente simpático el asunto.

Sobre la mesa de tres pesos, ya al final, encontré Carrera y Fracassi, de Guebel. Me llamó la atención porque ya lo había visto dos veces, en otras librerías de usados, al mismo precio.

La primera vez me lo había llevado y se lo había regalado a Funes para que lo sortee en Los Mudos. La segunda justo me agarró poco lector y no le di pelota. Pero esta vez lo agarré y lo separé. Es de Guebel y salía tres pesos.

No puede salir mal.

El gato se fue. Yo ya había terminado con esa mesa. Pero igual me puse contento porque desapareció de mi vista. El nene por suerte ya no gritaba. Sólo se pasaba la pelota con la chica. Y una pelota golpeándote los tobillos de ninguna manera es molestia.

En la mesa de cinco pesos ya de entrada vi Delivery, de Parisi. A ese libro me lo había querido comprar mil veces en librerías más pulenta, pero siempre había resistido. Esta vez estaba a cinco pesos. Así que lo separé.

Me pregunté durante un rato cuál había sido el criterio para poner a Guebel y López de Tejada en tres pesos y a Parisi en cinco. No logré resolverlo y tampoco lo logro ahora que ya es tarde y me tengo que ir a dormir.

Lo estuve leyendo un rato, al de Parisi, y no me viene convenciendo. La onda de las oraciones cortas, en lugar de ser tensionante, punzante, resulta un poco tonta. O sea, parece pensada como escritura a prueba de boludos. Y tiene algunas obviedades la narración. Como la obsesión porque aparezca la madre y la amenaza de los mafiosos ahí latente. Pero recién lo empiezo igual. Y hay que reconocerle que siempre te invita a seguir leyendo un poco más. Es ágil a morir.

El gato se volvió a subir a la mesa y esta vez empezó a provocarme de manera directa. No sé qué es lo que pretendía, pero empezó a mirarme fijo y a caminar raro. Iba como en cámara lenta. Una escena logró captar mi atención por lo sorpresiva: se empezó frotar contra los libros. Frotaba su cuello y sacaba la lengua. Y me miraba.

Yo estaba bastante asustado. Por suerte la chica lo agarró del cogote y se lo llevó.

Antes me miró y me sonrió. Y me dijo:

-Para que no te moleste más.

Tenía una sonrisa bastante linda. Pero había algo raro en la mirada. No me miraba a mí. Miraba hacia arriba; miraba a otra parte. Pensé que era vizca. Y lo sigo pensando. O tal vez era ciega. Si me enterara ahora mismo de que esa chica era ciega, creo que la cabeza podría explotarme. Así sin más.

Saber que estuve hablando con una chica ciega y no haberme dado cuenta de ninguna manera. Sería frikiante. Ojalá no sea ciega.

Seguí mirando la mesa de cinco pesos. Pero ya no encontré nada. Giré sobre mis talones y me puse a ver la de ofertas sin precio determinado.

Había buenos libros ahí, pero un poco más caros. De cualquier forma, no pude resistirme a uno de Chandler a 12 pesos y a otro de Enrique Medina en 11.

Me los tuve que llevar porque prometían un par de horas de diversión.

Empecé a recorrer el pequeño negocio para recolectar los libros. Los había dejado separados por todas partes. Los puse todos juntos y se los di a la chica. Me miraba o intentaba mirarme. Pero era como si yo estuviese un metro más allá. Tal vez yo no estaba donde yo pensaba sino realmente donde ella lo había decidido. No lo sé. Esas cuestiones filosóficas te pueden volver loco.

Patch Adams se cagaba de risa de la visión de la realidad que pretendía determinar que el índice y el dedo medio alzados representan la totalidad de dos dedos.

Así que no me siento quién para hacerme el canchero con la chica.

Yo la miré fijo al lugar en el que para mí estaban sus ojos y le di la plata. Ella me dio el vuelto y me lo contó y me sonrió. Siempre mirándome un poco más allá.

Después salí y volví a caminar por las calles de San Cristobal, que cada vez me gustan más.