Había una cucaracha en la pared que acompaña el descenso de la escalera que hay en la puerta del gimnasio.
Era enorme la hija de puta y yo venía saliendo con la euforia típica de cuando salís del gimnasio.
Ese día había entrado con una depresión tal que en más de mil momentos había pensado en ni meterme a correr o levantar peso. Muchas veces pasa, o casi siempre. Salvo esos días en los que tenés la viveza de tirarte a dormir una pequeña siesta antes de ir.
El resto, los días en los que el cansancio te tira al piso, siempre está dominado por una vocecita que te insta a que no vayas.
No vayas, no vayas, no vayas, boludo.
Por la calle empezás a tirar un cálculo de la energía que te queda y le restás la cantidad de energía que vas a tener que usar y siempre el resultado es negativo.
Y seguís caminando por la calle y seguís escuchando la vocecita y te seguís preguntando qué hacer.
Te lo seguís preguntando cuando estás sentado en las tablas de madera del vestuario. Mientras te ponés el short y la remera.
Mi remera siempre está más arrugada que la del resto.
En la pared de la escalera del gimnasio había una cucaracha enorme que aleteaba y hacia ruido al aletear. Parecía un poco turbada y pegaba saltitos.
Yo estaba solo y eufórico.
Cuando pasé por al lado suyo saltó a mi pierna, que estaba desnuda porque había decidido andar por la calle en short.
La tiré de un sacudón y cayó al piso.
La pisé.
Era una cucaracha bien grande.