En San Cristobal hay una librería rara

Hoy me metí en una librería increíble. Venía caminando por la calle y la vi y me puse a chusmear la vidriera. Miré para adentro y descubrí que había una mesa de ofertas en la que todos los libros costaban un peso. Otra en la que todos costaban tres. Y otra en la que todos costaban cinco.

Algo bueno tenía que haber entre todo eso.

Suspiré resignado y me mandé a la puerta. Estaba cerrada. Adentro había una chica que pintaba para linda y un chico que pintaba para lindo. Me quedé mirándolos y mostrándoles mi intención de empujar la puerta hacia adentro. Y a la vez la imposibilidad de hacerlo, lo cual dejaba en evidencia que la puerta estaba cerrada.

El chico vino y me abrió. Pasé.

-Están abiertos, ¿no?
-¡Sí, claro! Pasá.

Adentro había las tres mesas de ofertas, otra mesa más que tenía ofertas de precio indeterminado –había que mirar en la primera hoja-, un nene de tres o cuatro años con una pelota, dos gatos, una señora en batón que entraba y salía y una puerta que aparentaba dar a un fondo con casa.

Primero me puse a ver los libros de la mesa de un peso. Estuve un ratito poniéndole toda la onda para que algo me interese. Pero no había mucho. Lo único que encontré fue Jane Eyre, de Charlotte Bronte, que ni idea si será buena o no, pero tenía escuchado el título y el nombre de la autora y estaba en inglés y salía sólo un peso.

Joder, lo mismo que dos clásicos turrones de kiosko.

Así que me lo separé. Tal vez lo lea en algún momento entre mi cumpleaños de cincuenta y la muerte. Si es que llego, claro.

Cuando estaba terminando de revisar los libros de la mesa el nene se puso a gritar. Tenía una voz súper simpática y finita. Gritaba bien fuerte y los armónicos de su gritito te penetraban las membranas del oído. Parecía una nena, pero era un nene. Yo lo miré un par de veces pero el chico y la chica no. Entonces siguió gritando.

Creo que quería saber cuándo iba a venir su tío. Porque enseguida se puso a discutir eso con la chica. Ella le repetía que el tío iba a venir recién a las 21. Y el nene le volvía a preguntar por el tío Salvador. Y la madre volvía a repetirle lo de las 21 y así.

Y entonces él se ponía a gritar otra vez.

Después me mandé a la mesa de tres pesos. Ahí rescaté El devorador anónimo, de Manuel López de Tejada, que seguro no debe ser un gran libro, pero que es del mismo autor de un libro que ya leí, La mamama un amor voraz, hace como mil años, para el colegio, y que en su momento no me pareció tan lo peor. Y además lo compré porque salía tres pesos.

Ya con que un día te sirva para matar una cucaracha o para compensar el desnivel de una mesa, ya con eso va a estar pagando su valor.

Seguí mirando y por debajo de la mesa apareció un gato gris. Ahí me paralicé un toque. Me dan miedo los gatos. Uno nunca sabe si están en plan amistoso o guerrero. Nunca se sabe cómo van a reaccionar. O si la situación les resulta simpática o antipática.

De cualquier manera, decidí seguir mirando. Y ahí ubiqué uno de Mallea. Ya ni me acuerdo el nombre y está lejos. Pero es de Mallea y salía tres pesos.

El gato se subió a la mesa y me empezó a mirar fijo, pero yo ya estaba envalentonado. El nene agarró la pelota y empezó a patearla. El chico dijo que se iba. Le dio un beso a la chica y se fue, así que el gato, el nene, la chica y yo nos quedamos solos en la librería.

La señora en batón iba y venía.

La chica caminó al otro lado de la librería y empezó a pasarse la pelota con el nene. Se la pasaban por detrás mío. Un par de veces me pegaron en las zapatillas y yo me di vuelta con una sonrisa grandotota.

Era realmente simpático el asunto.

Sobre la mesa de tres pesos, ya al final, encontré Carrera y Fracassi, de Guebel. Me llamó la atención porque ya lo había visto dos veces, en otras librerías de usados, al mismo precio.

La primera vez me lo había llevado y se lo había regalado a Funes para que lo sortee en Los Mudos. La segunda justo me agarró poco lector y no le di pelota. Pero esta vez lo agarré y lo separé. Es de Guebel y salía tres pesos.

No puede salir mal.

El gato se fue. Yo ya había terminado con esa mesa. Pero igual me puse contento porque desapareció de mi vista. El nene por suerte ya no gritaba. Sólo se pasaba la pelota con la chica. Y una pelota golpeándote los tobillos de ninguna manera es molestia.

En la mesa de cinco pesos ya de entrada vi Delivery, de Parisi. A ese libro me lo había querido comprar mil veces en librerías más pulenta, pero siempre había resistido. Esta vez estaba a cinco pesos. Así que lo separé.

Me pregunté durante un rato cuál había sido el criterio para poner a Guebel y López de Tejada en tres pesos y a Parisi en cinco. No logré resolverlo y tampoco lo logro ahora que ya es tarde y me tengo que ir a dormir.

Lo estuve leyendo un rato, al de Parisi, y no me viene convenciendo. La onda de las oraciones cortas, en lugar de ser tensionante, punzante, resulta un poco tonta. O sea, parece pensada como escritura a prueba de boludos. Y tiene algunas obviedades la narración. Como la obsesión porque aparezca la madre y la amenaza de los mafiosos ahí latente. Pero recién lo empiezo igual. Y hay que reconocerle que siempre te invita a seguir leyendo un poco más. Es ágil a morir.

El gato se volvió a subir a la mesa y esta vez empezó a provocarme de manera directa. No sé qué es lo que pretendía, pero empezó a mirarme fijo y a caminar raro. Iba como en cámara lenta. Una escena logró captar mi atención por lo sorpresiva: se empezó frotar contra los libros. Frotaba su cuello y sacaba la lengua. Y me miraba.

Yo estaba bastante asustado. Por suerte la chica lo agarró del cogote y se lo llevó.

Antes me miró y me sonrió. Y me dijo:

-Para que no te moleste más.

Tenía una sonrisa bastante linda. Pero había algo raro en la mirada. No me miraba a mí. Miraba hacia arriba; miraba a otra parte. Pensé que era vizca. Y lo sigo pensando. O tal vez era ciega. Si me enterara ahora mismo de que esa chica era ciega, creo que la cabeza podría explotarme. Así sin más.

Saber que estuve hablando con una chica ciega y no haberme dado cuenta de ninguna manera. Sería frikiante. Ojalá no sea ciega.

Seguí mirando la mesa de cinco pesos. Pero ya no encontré nada. Giré sobre mis talones y me puse a ver la de ofertas sin precio determinado.

Había buenos libros ahí, pero un poco más caros. De cualquier forma, no pude resistirme a uno de Chandler a 12 pesos y a otro de Enrique Medina en 11.

Me los tuve que llevar porque prometían un par de horas de diversión.

Empecé a recorrer el pequeño negocio para recolectar los libros. Los había dejado separados por todas partes. Los puse todos juntos y se los di a la chica. Me miraba o intentaba mirarme. Pero era como si yo estuviese un metro más allá. Tal vez yo no estaba donde yo pensaba sino realmente donde ella lo había decidido. No lo sé. Esas cuestiones filosóficas te pueden volver loco.

Patch Adams se cagaba de risa de la visión de la realidad que pretendía determinar que el índice y el dedo medio alzados representan la totalidad de dos dedos.

Así que no me siento quién para hacerme el canchero con la chica.

Yo la miré fijo al lugar en el que para mí estaban sus ojos y le di la plata. Ella me dio el vuelto y me lo contó y me sonrió. Siempre mirándome un poco más allá.

Después salí y volví a caminar por las calles de San Cristobal, que cada vez me gustan más.