Tranquilidad

Lo escribo ahora que todavía tengo la oreja, el cuello y la remera llena de sangre. Vengo pensando en escribirlo desde que me quedé tirado solo en la camilla de la guardia del Pirovano.

Por eso lo redacto incluso antes de bañarme.

La sangre está seca pero el olor está fresco.

Ja.

A veces pienso que realmente estoy loco.

En ningún momento perdí la frialdad. Siempre dominado por una inmensa calma. Y eso por un lado me pone orgulloso y por el otro me preocupa.

Hace como una hora y pico me afanaron. Fue un grupo de cinco o seis personas. La historia incluye un arma de fuego, sangre, golpes de puño, nervios, gritos, traición.

Venía caminando por Barrancas. En la tele vienen diciendo que es el lugar más peligroso del mundo, pero yo no vi ninguno de esos programas.

Venía subiendo por La Pampa.

De golpe, enfrente mío, dos chabones.

Uno de ellos, el más petizo, me pide la hora. Yo le digo que no tengo y sigo caminando. Él me pide un peso. Yo le digo que no tengo y sigo caminando.

El chabón se corre a un costado.

Su turno había terminado.

Hey, no te vayas, me dijo el otro.

Y de la entrepierna del pantalón saca, ahora sí… el arma.

Un arma.

Nunca vi un arma, al menos antes de hoy, así que ahora que la tengo enfrente mío no sé si es de verdad o mentira. Pero cuando la agarra del cañón y me pega con la culata en la cabeza se la siente bastante real.

Ahora ya no me piden sino que me exigen que les dé el celular y la plata.

Al celular lo saco del bolsillo de mi pantalón y se lo doy.

Con la plata es más difícil. Intento hacer memoria pero no recuerdo adónde la llevo.

Parece que estoy muy nervioso, pero no. Realmente es lógico que me pase esto. Toda la vida lo mismo: nunca sé cuanta plata llevo encima y siempre la llevo hecha un bollo en alguno de los bolsillos del pantalón o de la mochila.

Me lo han reprochado mucho en el pasado, mis hermanos y mis amigos. Y ahora todas esas anécdotas se me vienen a la cabeza. Mientras el chabón espera que yo responda.

En una pizzería, Caro y yo, la pizza sale diecipico y con la cerveza se hace veintipico; decidimos partir los gastos, saco de la billetera un manojo de billetes arrugados, parecen de veinte años atrás.

Su insulto suena ahora en mi cabeza otra vez: nene, dejá de llevar la plata así, estúpido, te voy a regalar una billetera.

Se me vienen a la cabeza veinte personas más haciéndome ese mismo reproche en el pasado y la respuesta siempre es la misma. Con una sonrisota de oreja a oreja: ya tengo billetera; mirá.

Ahora el que me pide la billetera es el chabón. Y yo le digo que no tengo. Y eso sí que no sé porqué lo hago, porque no quiero mentirle. Y entonces me vuelve a pedir la plata y yo le digo con un tono de absoluta sinceridad –al punto que me creyeron. Y no parecían en su momento de mayor racionalidad del día- que no recuerdo dónde lo llevo.

Y sé que se me viene la noche, aunque la noche ya se hizo hace un par de horas largas. Ahora realmente pienso que me van a matar de alguna manera u otra. Pero muy tranquilo me pongo a hurgar en mis bolsillos y empiezo a fijarme en la mochila.

El chabón me dice que tenga cuidado. Que no vaya a sacar nada para defenderme. Y yo empiezo a pensar que él no llega a entender del todo que yo en esa situación no soy más que un pollito indefenso.

Entonces le doy la mochila y le digo que se fije él.

Entonces él se fija y me la devuelve. Calculo que debe haber sacado unos cincuenta o sesenta pesos. No recuerdo cuánto llevaba, realmente.

En el bolsillo del otro lado, sí, ahora lo sé, porque acá los tengo, llevaba la billetera, con las tarjetas de débito y crédito y los documentos.

No sé porqué mentí. Creo que quería irme y ya.

De un momento a otro ya no son dos sino que son cuatro. Y los nuevos se muestran un poquito más beligerantes conmigo.

No sé porqué.

Uno de ellos me pega una trompada en la mandíbula. Ni la veo venir porque estoy mirando a otra parte, pero sé que entra perfecta. Y lo único que atino a pensar es: entró perfecta.

Casi ni duele.

Una trompada, cuando tenés miedo, casi ni duele.

Lo estoy aprendiendo ahora mismo que la recibo, sin siquiera poder amortiguar el golpe.

Por el otro lado aparece uno más y se me acerca con ganas de pegarme otra.

Lo veo y me quedó mirándolo. Mis alarmas internas empiezan a sonar. Se viene otra.

Me dice que me quede tranquilo. Le aviso que estoy re tranquilo.

No me pega.

Los que estaban desde el principio me dicen algo. No sé qué. No me acuerdo. Pero mientras les respondo me rasco la oreja y cuando me miro la mano veo que la tengo llena de sangre.

Tardo en entender. No me habían pegado en la oreja y tengo sangre. La sangre chorreó desde la cabeza, desde un corte que debo tener en la cabeza, hasta la oreja.

Y ahora hasta la pera.

Y ahora hasta el cuello.

Y ahora hasta el pecho de la remera.

De algún modo, eso me tranquiliza. Hace muchos años me operaron el oído y perdí la mitad de la audición. Desde entonces siempre pienso: con los oídos no se jode.

Me devuelven la mochila. Adentro tengo dos libros –Delivery, de Parisi, recién devuelto por un amigo al que se lo presté, y La maravillosa vida breve de Óscar Wao, de Junot Díaz, que está mejor de lo que mi prejuicio indicaba-, un short, la Guía T y la billetera.

El chabón del arma me dice que me vaya.

Yo me quedo quieto mirándolos. No sé porqué. Él me dice que no los mire con resentimiento y que me vaya.

Entonces me voy.

Paro un taxi. Le digo que me acaban de robar y le explico que me rompieron la cabeza, pero eso es obvio porque la tengo llena de sangre.

El taxista tiene cara de miedo. Me dice que no me puede ayudar porque le ensucio el auto y arranca.

Freno otro. Me sube. Me propone buscar un policía, pero yo le digo que tengo mucha sangre, entonces me lleva al Pirovano.

Esa parte tal vez tenga ganas de escribirla mañana.

Seguramente que sí.

Pero ahora no.

Ahora sólo estoy acá porque la médica me pidió, por las dudas, que no me duerma durante las próximas dos horas.

Me voy a ir a bañar. El olor a sangre ya me perturba.