Es una relación rara la nuestra.
Cuando tenía unos siete años mis viejos se fueron de viaje a Europa.
Todo un mes.
Cuando partieron los despedí con mucha onda y estuvo todo bien.
Pero esa noche mi abuela me puso el nebulizador –tenía catarro- y justo en ese puto momento, no sé porque, caí en la cuenta de que iba a pasar un mes sin mi mamáaaaaaaaaa.
Lloré como un marrano.
Durante mucho tiempo fue ver un nebulizador y sentir ganas de llorar. Una nostalgia de aquel llanto; de aquella tristeza.
Antes de eso, cuando era mucho más chico, supongamos que a los tres años, el nebulizador me daba miedo porque hacía mucho ruido y temblaba.
Hasta que mi hermano más grande me convenció de que esa era la mascarilla de un piloto de avión.
Ahí empezó a estar todo bien. Estuve en varias guerras y hasta gané las Malvinas y Vietnam.
Yo y mi nebulizador supimos navegar por imponentes cielos imaginarios.
Ahora hace un ratito estuve mirando fijo a mi sobrina mientras se hacía unas con cierto aire de impaciencia. Al borde del cataclismo emocional.
Yo la observaba demasiado. Demasiado fijo, diría.
Los demás miraban tele.
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