Los porteños son unos hijos de puta

Cuando me mudé a Buenos Aires empecé a tener un problema con los quioscos. Eso fue rarísimo. Primero me partió el bocho que existieran kioscos abiertos las veinticuatro horas justo a la vuelta de mi casa.

Allá en Rosario el kiosco más cercano quedaba a once cuadras y cerraba a las doce de la noche. Así que si te agarraba un hambre de algo dulce a las tipo tres de la mañana, que era la hora a la que a mí siempre me agarraba hambre de algo dulce, estabas frito.

Caput.

En el horno.

Y entonces fue una súper revelación, loco, salía todos los días y me compraba un alfajor, un paquete de galletitas, un chocolate relleno con algo…

No paraba. Y tampoco tenía un mango, pero igual me gastaba la poca guita en boludeces. O melequerías, como decía mi abuela.

Es más o menos lo mismo.

Así que estaba todo más que bien con los kioskeros. Pero al toque me empezaron a cagar con las monedas y la relación se empezó a ir al carajo.

Empezó un día en el que tenía que ir a bailar.

Empecé a salir a bailar al toque de llegado. Ya el primer fin de semana salí a los Arcos de Palermo y me pegué un coma alcóholico que todavía me la acuerdo de memoria de cuando me desperté en el Hospital Fernández, en una camilla toda blanca y reluciente, salvo por una mancha de un vómito bordó, que denotaba que me había emborrachado con vino, cercado por dos paneles también blancos y relucientes, que me tapaban la visión de los otros borrachos que gritaban a ambos lados.

Y ese otro día, ya más adelante en el tiempo, ponele que a los cinco o seis meses de llegado, iba a ir a bailar a alguna parte y necesitaba monedas para el bondi.

Y esto te va a sonar rarísimo, porque en cualquier otro lado no pasa, pero acá así y es más o menos una carta de presentación de lo que son los hijos de re mil putas de los porteños.

Los chabones no te dan monedas ni por putas, loco. Así sean las tres de la madrugada y les pidas por favor, que es para volverte a tu casa, porque tu viejita se está muriendo en este preciso instante, o así les ofrezcas comprarle algo por el valor de un peso con un billete de dos, los hijos de puta te dicen que no una y otra vez.

¡Si yo mismo fui kioskero y me convertí en un subversivo porque le daba cambio a los que me pedían!

El dueño del kiosko, que es un amigo del alma, me re cagaba a puteadas porque era él el que se iba todas las semanas al banco a buscar monedas. Y cuando le venían a pedir el hijo de puta se negaba a muerte.

Lo banco a mi amigo. Es mi amigo. Y si veo que está en problemas en la calle, o si lo encuentro en algún peligro, salto a defenderlo como un resorte, dejo la vida y me agarro a trompadas con el que haga falta.

Eso lo aclaro para que no se te genere una confusión.

Pero así y todo no tengo problemas en reconocer que como kioskero el tipo es un reverendo hijo de puta.

Se merece la horca, porque no te hace una excepción ni que lo apuntes con un revólver.

¡Monedas a nadie!

Ese día en que me iba a bailar el kioskero de acá a dos cuadras me negó un par de moneditas para el bondi. Le ofrecí comparle algo por cincuenta centavos, con dos pesos, yo todo rosarino e inocente, y me dijo que no.

Y entonces le ofrecí comprarle algo de un peso, y me dijo que no, que no, que no; que no tenía cambio.

Y le insistí y le pedí por favor que me diera una mano así no me quedaba a pata. Pero no.

El tipo al que le iba a comprar casi todos los días y me saludaba y a veces hasta me hablaba de River.

¡Zarpado en porteño el guacho!

Así que lo borré de mi lista de kioskos. No lo volví a pisar nunca más. Se la juré y se la cumplí. Y sé que un día va a necesitar algo de mí y no se lo voy a dar ni por putas, así sea que su mismísima vida dependa de mí.

Así sea que se muera adelante mío.

Pero la cagada fue que después se la terminé jurando a la mayoría de los kioskos que solía frecuentar. Y ahora sólo me quedan dos o tres.

Y recién mismo me pasó, ahí cerca del shopping, que le fui a comprar un paquete de papas fritas de un peso con cincuenta a un kioskero hijo de puta. Yo estaba con un billete de dos. Y el chabón agarra y me dice: no tengo monedas, flaco.

Y yo me quedé mirándolo y no lo podía creer. Y le dije: pero te estoy comprando casi por la totalidad del billete, mostro. No te estoy gastando tres pesos con un billete de cincuenta. Ponete media pila. Es uno con cincuenta con un billete de dos. Date cuenta, guachín.

Y el chaboncito siguió mirando fijo hacia la caja, negando con la cabeza, y me dijo: nada.

Yo ya le estaba devolviendo el paquete. Era un récord, la verdad.

Y de atrás de una cortina salió un tipo, pelado y barbudo, que tenía cara de ser el dueño, y le dijo: bueno, aunque sea dáselo en moneditas de diez centavos. Y agarró las moneditas y me las puso en la palma de la mano.

Así que te juro. Tal vez vos no seas consciente de verdad. Cuando yo era pendejo los rosarinos me lo decían bastante seguido y a la larga tenían razón.

Los porteños son unos tremendos hijos puta.

Pero no hay que dejarla que decaiga. Nunca. Esa es otra cosa que aprendés en Buenos Aires: acá no podés dejarla que decaiga. Nunca.

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