Al final del primer trimestre de quinto año me cambié de colegio. En realidad me cambié de ciudad. Me vine de Rosario a Buenos Aires.
Al principio iba a venir a un colegio de Belgrano que era re pulenta. Se la re bancaba y me acuerdo que en un viaje que hicimos con mi viejo, ni bien bajarme del auto, me tuve que meter en el colegio ese, que ya estaba sin los alumnos dentro porque era casi de noche, y me hicieron hacer uno de esos tests de coeficiente intelectual.
La mina que me lo hizo hacer me anticipó que en realidad no había chances de que entrara, a menos que resultase ser un genio.
Mis notas en el colegio de Rosario eran terribles. Tenía como nueve aplazos. Y para colmo eran todos con uno dos y tres. No había ni cincos ni cuatros. Iban todas derecho a marzo, igual que el año anterior.
Y el colegio este era demasiado pulenta como para aceptar eso.
Hice el test y ya para el final estaba palmado. Empecé a contestar al azar. No me importaba nada.
Después me metí de nuevo en el auto y mi viejo me trajo a ver el departamento en el que ahora estoy escribiendo esto.
Es increíble. Yo era la misma persona que ahora y el barrio era el mismo que ahora. Y sin embargo los del recuerdo me resultan absolutamente ajenos. Estoy bastante seguro de que yo no era aquel. Y estoy bastante seguro de que en ese entonces tenía muchísima menos edad que 17 años.
A veces pienso que en realidad mi vida empezó ese día.
Cuando nos acercamos con mi viejo por La Pampa, me llamó muchísimo la atención ver que a dos cuadras de mi casa había una tremenda escuela de música (EMBA).
Por esa época ya tocaba la batería y para mis adentros me dije que tarde o temprano iba a estudiar ahí. Pero al final eso nunca pasó.
Qué flash que era para mí imaginarme que iba a vivir entre todos estos edificios y negocios. Kioscos abiertos durante las madrugadas.
Cuando nos metimos en el garaje y dejamos el auto y subimos por primera vez en el ascensor que hoy uso a diario, le fui contando a mi viejo lo que me había dicho la mina del test, eso de que no tenía chances de quedar.
Y mi viejo me dijo que iba a entrar igual.
Después llegamos al departamento y saludamos a los albañiles y al electricista, que era un oriental y que me contó que tocaba la guitarra en Tintoreros.
Cuando me mostraron mi cuarto, me pareció enorme. Allá en Rosario vivía en un altillito en el que solían hacer más de cuarenta grados de sensación térmica.
Ahora me preguntaba si me iban a dejar tocar la batería en este lugar.
Pero lo mejor fue cuando miré por mi nueva ventana. Ahí dije wow, a la mierda.
El edificio de enfrente era eterno. Mirando hacia arriba no llegabas a ver el último piso. Tenías que sacar la cabeza para afuera e inclinarte muchísimo. Pero era un peligro porque te agarraba vértigo. Por la ventana de mi casa ya no iba a haber un terreno baldío, sino un rascacielos interminable.
Ese día comimos en McDonald’s y por la mañana volvimos a Rosario.
Cuando íbamos por la ruta no sabía bien qué pensar.
Me preocupaba que mis amigos no supieran nada acerca de mi mudanza.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario