Mi hermano me manda un mensaje de texto, promediando la tarde, en el que pregunta qué hay de nuevo.
Paso como veinte minutos, sentado en una silla, mirando fijo a la pantalla del celular, pensando en qué escribir.
No hay nada de nuevo, le digo.
Cuando salgo al descanso aprovecho mis quince minutos para caminar hasta Megatlón y anotarme en el gimnasio para empezar a hacer ejercicio todos los días, a la salida del laburo.
Pago un montonazo de guita. Y todavía me queda un poco más por pagar.
Me tengo que comprar un pantalón, por ejemplo. Un short o algo así.
Y tengo pensado apuntar a algo fashion. No pienso ser el villerito del lugar.
Creo que Megatlón debe ser el epicentro gay de la Ciudad. Y no es que esté buscando novio, ni mucho menos, pero los gays del circuito recoleto suelen ser de lo más piripipí y no me da para desentonar taaaaaaanto.
Así que en estos días empiezo.
La ansiedad y la adrenalina me carcomen.
No me ilusiono con que seamos atacados por un comando ninja, armado hasta los dientes con estrellitas voladoras, como en La guerra de los gimnasios, el librazo de César Aira; no creo que vea a la gente de Sport Club penetrando por los ventanales para trenzarse en una lucha feroz con mis futuros compañeros musculosos.
Pero igualmente no logro separarme de esa historia. La tengo demasiado presente en mi cabeza. Así que cuando llego al local y un compañero me pregunta para qué mierda me anoto en ese conchetaje horrible, le digo sonriente:
Para obtener un cuerpo que provoque miedo a los hombres y deseo a las mujeres.
Y le guiño un ojo. Lo cual no me cuesta demasiado ya que, desde que nací, tengo un tic nervioso en los ojos.
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