A la dueña de la librería no le gusta cómo miro.
Me lo dijo así. Dijo que cuando me paro en la puerta a mirar hacia adentro, para evitar que algún cliente se robe algún libro de la mesa de novedades, lo hago mal.
Miro mal.
Supongo que me cuelgo. O no sé bien qué; en realidad no me lo explicó. Pero no le gusta cómo miro.
Es muy difícil el trabajo de librero.
Yo la escuché y me quedé mirándola fijo y le dije: “Ahhhhh, ok, entendido”. Y me puse a mirar todo de otra manera.
Puse una cara distinta.
Incluso empecé a mover la cabeza de manera afirmativa, como si estuviese escuchando música al palo en un walkman imaginario.
Creo que funcionó, porque no me volvieron a decir nada.
En realidad, no me pude preocupar mucho. En estos días estoy ensimismado con un descubrimiento revelador.
Supe, porque lo vi con mis propios ojos, que en otras casas de familia los hermanos se despiden con un beso antes de irse a dormir.
En mi casa ese gesto te valía una trompada en la nariz. Era un ambiente demasiado hostil para con ese tipo de mariconeadas.
Sin parar, me pregunto de qué manera eso habrá influido en mi personalidad.
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