Muchas veces me pregunté cuándo me llegaría el aburguesamiento. Y creo que al fin me llegó hoy.
Seguramente va a tardar mucho en aparecer el próximo síntoma y después, en un lapso menor aparecerá el tercero y después el cuarto y así.
Me duele verme en estas condiciones.
Hace un ratito nomás, rodeé todo el cementerio, en Chacarita, a pata, como siempre, para llegar hasta Lacroze y tomarme el 65 o el 44.
Mientras caminaba, tuve macabros pensamientos sobre toda la familia mía que estaba durmiendo ahí adentro.
Me encantó caminar. Siempre me gusta hacerlo a esta hora. Estaba bien abrigado. Y tenía poco peso en la mochila, porque se me rompió un platillo, mi querido crash de 16, Paiste, que tantas alegrías me trajo, y entonces tengo un bulto menos en la mochila y puedo caminar con una agilidad extra.
No había una puta alma en la calle; no me crucé con nadie desde que me separé del resto de la banda en Dorrego y Corrientes.
Una vez que llegué a la parada me senté en el cordón a esperar y esperar.
Y esperar y esperar.
Y esperar nunca es tan divertido como caminar.
Pero tengo 24 años y en el fondo soy algo cabeza, así que lo que siempre hago es esperar y seguir esperando en el cordón de cualquier vereda, hasta que aparezca el bondi.
Esperar y perder el tiempo; las dos actividades de las que se trata la vida.
Me gusta ser así.
Pero esta vez no. Pasó algo raro recién.
Esta vez me sorprendí a mí mismo, me dejé perplejo al ver mi mano derecha levantada, firme, rígida, haciéndole una seña a un taxista, que seguramente estaba ahí por error, completamente perdido, para que frene y me traiga velozmente hasta mi casa.
Es una locura.
No lo pienso volver a hacer si no es con una mina que se queja por el frío. Yo no soy de los que toman taxi.
Me siento sucio.
Necesito emborracharme y vomitar en Cemento. Y amanecer al otro día en el Fernandez.
Urgente.
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