Un gordo pelado, a mi derecha, un tipo con una pinta de pilar izquierdo que se caía, saltaba y bufaba en el lugar y tiraba trompadas para los costados y giraba en círculos.
Estaba encendido. Prendido fuego. Tenía la cara roja. Pero no parecía cansado.
Una chica iba bailando por todas partes de la pista, estirando un bracito para arriba como si le cantara alguna puteada a un árbitro, y cada vez que llegaba a un hombre le giraba alrededor, le daba una vuelta incompleta y seguía hasta el próximo.
Y así una y otra vez.
Iba por toda la pista, haciendo eso y nada más. Tenía un silbato en la boca.
Cuando alguno intentaba hablarle ella lo ignoraba.
No era para nada linda y estaba vestida con un short y una musculosa.
El sonido era de lo más envolvente que escuché. La música te entraba por todas partes. No había grandes efectos de luces. Era la música y oscuridad, básicamente. Cada tanto algún parpadeo o alguna de esas historias básicas.
El pibe que hacía de DJ nos tenía atados en una mano. Cuando la música bajaba todos nos poníamos expectantes.
Sabíamos que iba a pasar algo.
Pero tardaba.
Se hacía rogar.
Bajaba y bajaba y bajaba.
Y todos sospechábamos y nos mirábamos.
Nos lo hacía a propósito. Parecía que iba a suceder pero no sucedía.
Hasta que sucedía: la pista explotaba al fin. Temblaba un redoblante, en un in crescendo de pianissimo a fortissimo, y arrancaba todo con un ritmo imparable, de tu pa / tu tu pa, con ruidos de lo más raros, con alguna trompeta perdida.
En cada compás aparecía alguna cosa nueva y era inevitable entregarse y levantar los brazos y pegar un salto y un grito y ponerse a bailar de nuevo.
Nos tenía en la palma de la mano, el hijo de puta.
Era una redefinición de la potencia.
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