Juan Terranova una vez me salvó la vida.
Y Charlie Watts también.
En realidad no es que me hayan salvado la vida, sino que me resultaron de mucha utilidad en un momento complicado. Pero qué sería de un periodista sin la exageración en los encabezamientos.
Mi sobrina –más tarde mi ahijada- nació un domingo. Ese día yo armé la mochila, me duché y me enfrenté a la puerta de mi casa.
Pero, aunque quise, no pude seguir.
Entonces volví hasta mi cuarto, dejé la mochila en el suelo y me senté en la cama, con la cabeza apoyada en la pared.
Estuve así unas cuantas horas. Desde hace unos años tengo una fobia rarísima. Y consiste en un miedo irracional a viajar en micro.
Así de extraño.
No es que tenga miedo de que algo terrible pueda pasar. No me da miedo que vuelque, que choque o que se prenda fuego.
Es el mismo hecho de estar ahí sentado en esa cápsula en movimiento, durante cuatro horas, lo que me destroza los nervios. No necesito más que estar ahí preso para sufrir de la peor forma.
Es un asunto rarísimo. No me pasa en el transporte interurbano y no me pasa en un auto. Sólo me agarra en micros de larga distancia.
Ese día no pude viajar a Rosario. La mochila quedó armada y tirada en alguna parte de mi cuarto.
Al otro día la agarré de nuevo y salí a la calle.
Pasé por el local de Galerna que hay en Cabildo y Pampa y después bajé hasta la estación de Barrancas de Belgrano.
Durante el viaje en tren a Retiro ya empecé a tener los síntomas de la fobia. Falta de aire, transpiración fría, ansiedad, desesperación, exceso de saliva en la boca, ganas de vomitar.
Me costó soportar la tentación de bajarme antes o de volverme a casa una vez que pisé Retiro.
Un amigo mío sufre una fobia parecida. A él le agarró a partir de un hecho traumático que le tocó vivir.
La fobia de mi amigo se relaciona con el subte. Las últimas veces que intentó tomarse uno, ya con sólo verlo venir por el andén sintió un pánico incontrolable.
Él dice, tras analizarlo bastante, que le resulta insoportable la idea de hacer un viaje en ese trayecto delimitado. Dice que lo lineal del concepto del subte lo vuelve loco.
Y se posesiona mucho cuando habla del tema.
Yo, en cambio, cuando hablo del mío, me angustio.
Y qué tarde aquella.
Bajarme en Retiro, caminar hasta la Terminal esquivando gente y sacar el pasaje fue lo peor. Sentía que me estaba auto flagelando.
Y una vez que pagué el boleto estuve tentado de tirarlo a la basura e irme. Estuve a punto de hacerlo. Y hasta recuerdo haber girado en 180°, en algún momento, y haber dado unos pasos hacia la salida, para después frenarme y retomar lo que había empezado.
La pasé muy mal.
Al final me subí al micro. Y durante la primera media hora estuve como endurecido. Respiraba hondo. Me hormigueaban la panza y las extremidades.
Supongo que temblaba.
Ahora mismo, mientras lo escribo, se me cierra un poco la garganta con sólo recordar el ambiente de un micro: el asiento de adelante pegado a mi cara, las ventanas cerradas herméticamente, el silencio, los susurros, el tiempo detenido.
Y también, ahora que escribo, pienso que capaz tiene razón mi amigo cuando me dice que la causa de mi fobia es cantada.
Él dice que tiene que estar relacionada con las mudanzas de mi vida. Con el hecho de que fui de acá para allá.
Es cierto que eso modeló mi carácter de una manera bien chota y que influyó una barbaridad sobre mí. Siempre estoy hablando sobre eso, de algún modo u otro. Como si fuera lo único que destaco de mi biografía.
Ciudad de Buenos Aires – Neuquén – Provincia de Buenos Aires – Rosario – Ciudad de Buenos Aires. Jardín - Infancia – Preadolescencia – Adolescencia – Seudo adultez.
Mi amigo dice: “Es obvio que tu cabeza y tu cuerpo tienen algún problema con el asunto de trasladarse a grandes distancias”.
Y será así. No sé.
El viaje fue muy difícil. Lo fueron los posteriores y lo fueron muchos de los anteriores.
Muchas veces, parado en tierra firme, hasta sufrí al ver alguna publicidad de micros de larga distancia.
Las fotos, los asientos, el tapizado nuevecito. Me da arcadas.
Ese día, en pleno martirio, intenté distraerme con música, y lo logré escuchando Stripped, de Los Rolling Stones, ese discazo en vivo de los noventa, con un Charlie Watts que es pura potencia llevando el ritmo en temas como Like a rolling stone, Dead flowers y Street fighting man.
Y también lo intenté escribiendo y leyendo mensajes de texto. De todo probé. Cualquier cosa era buena.
Igual que siempre cuando se está desesperado: cualquier cosa es buena.
Y ahí pelé El pornógrafo, de Terranova. La novela que había comprado en Galerna un rato antes.
La terminé antes de llegar a Rosario. Y la verdad es que me ayudó bastante a olvidar que estaba ahí arriba.
Las novelas de Terranova pasan como un pedo en una canasta, es cierto. Pero hay que admitir que son adictivas. Y a mí me salvó de una crisis nerviosa en ese entonces.
El otro día compré Mi nombre es Rufus y la leí en unas poquísimas horas. Fueron tres o cuatro viajes de subte, de esos con combinaciones largas, un par de descansos durante un ensayo y un ratito que tuve antes de tirarme a dormir.
No pude evitar, mientras leía, acordarme de esta experiencia en el micro a Rosario. Y cuando lo terminé me puse a escuchar un rato de Stripped.
Y entonces ahí recordé la escena de cerrar el libro tras su punto final y empezar a ver la entrada de Rosario, con todos los recuerdos de los años que viví allá atacando mi cabeza.
La escuela. El Jockey Club.
Fisherton y la obsesión de los fishertenses con el tema de la mediocridad y el fracaso.
Todo eso.
Cuando bajé en la Terminal de Rosario sentí el alivio que siempre siento cuando me bajo de un micro. Ese volver a respirar en paz y esa sensación de: acá me quedo a vivir hasta que un auto amigo arranque para Buenos Aires, porque no pienso volver a viajar en micro.
Pero al final la vuelta siempre es mucho más fácil.
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