Violento
Estuve subestimando demasiado al tema de la muerte. A lo de mi abuela me lo tomé como una cosa más. Me quise reír de eso. Quise que no fuera gran cosa. No la veía mucho. Casi nunca. No puedo decir, sin ruborizarme, que la vaya a extrañar. Pero morirse. Morirse fue demasiado. Así tan rápido. Fue una semana tan violenta. El lunes yo había dormido muy mal y sólo quería llegar a casa a tirarme en la cama. Mi hermano me llamó por teléfono y me dijo que, a través de la ventana, los vecinos habían visto a mi abuela tirada en el piso de su cuarto. Así que fui directo a su casa. Ahí estaban mi mamá y mi hermano cuando llegué. Mi abuela estaba perdida; no me hablaba ni me respondía. Sólo respiraba muy hondo, ahogada. Su departamento olía horrible: pis y caca. La habían encontrado tirada en un tremendo charco de pis y caca. Con mi hermano la cargamos, y nos manchamos las manos y la ropa con su pis y su caca, y la llevamos hasta el hospital. Creo que no nos importaba estar manchándonos. Mi hermano consiguió que un enfermero nos ayudara con una silla de ruedas. Ahí la bañaron y le pusieron suero y le hicieron unos análisis y unas placas. Resultó que se iba a poner bien; tenía una hemorragia digestiva, nada más, y estaba deshidratada. Se iba a poner bien y la iban a trasladar a otro hospital. Yo me quedé solo con ella, acompañándola hasta las cinco de la mañana. Ahí llegó mi hermano, a quien había logrado convencer para que se vaya a bañar y a comer. Él no quería irse, quería estar ahí toda la noche sin parar un segundo. Mi abuela dormía y cuando se despertaba parecía un poco ida. Yo no había comido nada ni tampoco me había bañado. Estaba palmado. Entonces me fui y mi hermano se quedó ahí durante el resto de la noche. A las siete de la mañana, cuando yo dormía desde hacía diez minutos, mi hermano me mandó un mensaje de texto para que volviera al hospital porque hacían falta unos documentos para poder trasladarla. Yo tenía los documentos encima, por error. Así que me levanté, me cambié y me tomé el colectivo otra vez, para devolver los documentos. Después fui al banco a cobrar una plata y denunciar el extravío de la tarjeta y me volví a dormir a mi casa. Una hora más tarde mi hermano me contó que mi abuela había tenido un paro. Así que fui al hospital otra vez. En el camino mi hermano me dijo que ya se había estabilizado. Lo cual era casi un milagro. “Yerba mala nunca muere”, pensé. Pero cuando llegué ya se había muerto. No me puse triste. No sentí nada. Mi hermano se largó a llorar y yo lo abracé. Estaba mi mamá en ese momento. Ella también lo abrazó. Pasamos a ver el cadáver y tampoco ahí sentí nada. Todo iba demasiado rápido. Ahí nos pusimos a hacer trámites: arreglamos con la cochería, conseguimos el certificado de defunción y ya no me acuerdo si hicimos algo más. Yo acompañé a mi tía abuela a ver el cadáver y la abracé cuando se largó a llorar. Creo que tenía una leve sonrisa de ternura dibujada en mi cara. El miércoles a la madrugada –a esa altura para mí todavía era lunes- me fui a dormir y al mediodía fue el entierro. En la librería agradecieron que volviera a trabajar ese mismo día. Yo no la pasé tan mal. Seguía enchufado. Me sentía maduro; adulto. Durante la madrugada del jueves no pude pegar un ojo. Estuve todo el tiempo en el baño. A la mañana en el edificio de la obra social me explicaron que era gastritis aguda y que mejor me tomara unos remedios y faltara al trabajo. Dormí todo el día. A la noche, mientras escribía esto como en un vómito, sentí una gran tristeza. Todo fue tan rápido, tan violento. No creo que la vaya a extrañar a mi abuela. Pero morirse así, tan de golpe, en mi cara. Fue demasiado.
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