Hoy estaba atrás de la caja, en la librería; estaba terminando de atender a una señora bastante grande, a la que a pesar de que se le notaba la edad, también se le notaba algún rasgo de hermosura.
Eso lo pensaba sin darle señales de que lo estaba pensando, claro.
Estaba en la caja Uno y la mujer ya me había dado su tarjeta de débito y su cédula. Y yo la estaba chusmeando.
Ninguno de los otros vendedores acepta nunca la cédula de los clientes. Y al principio yo tampoco, pero ahora sí.
Sobre todo cuando son de mujeres. Básicamente porque me gusta descubrir su nombre y su edad.
Incluso cuando sé que no las voy a volver a ver nunca más, es una curiosidad a la que no me puedo resistir. Siempre lo hago. Y muchas veces me sorprendo de que tremendos minones tengan la misma edad que yo. O incluso de que sean menores.
A veces creo que no tomo real conciencia de la edad que tengo.
Ya había pasado la tarjeta por la ranura y había tecleado los últimos cuatro dígitos. Y había tipeado la clave de seguridad y había marcado el importe. Y había revisado la edad de la señora.
Una mujer bastante grande y de algún modo hermosa.
Ahora sólo estaba esperando que el aparatito hiciera la llamada y largara el cupón para que ella lo firmara, se despidiera y se fuera.
Abajo mío, a la altura de mis pies, la impresora, una impresora vieja, viejísima, que cuando trabaja hace un quejido lento y doloroso, similar al gemido de un gato enfermo, y más que enfermo moribundo, estaba escupiendo una planilla con datos sobre unos cambios de precio en unos libros.
Están aumentando a full los libros. Es una cuestión constante. Todas las semanas llega una planilla de esas.
Los encargados de marcar esos nuevos precios son, justamente, lo encargados. En la librería hay dos. Uno de ellos estoy bastante seguro de que es la persona más imbécil que conocí en los últimos cinco años.
No creo equivocarme en el cálculo. Hago memoria y no aparece nadie que lo supere. Así que estoy bastante seguro.
El otro, en cambio, me cae muy bien. Es un tipo interesante.
El que mandó la impresión fue el que me cae bien.
La impresora sonaba repetitiva y se escuchaba en toda la librería, incluido el pasillito con libros para chicos e incluido el piso de arriba, donde están los ensayos y los libros de arte y de poesía.
Toda la librería copada por el sonido de la impresora.
Tenía ritmo.
No pude evitar notar que tenía ritmo.
Empecé a zapar, despacito, a bajo volumen, como ensayando tímidamente, y mientras esperaba, con las manos, una base de acompañamiento sobre el escritorio.
Era un ritmo bastante complejo el que se me había ocurrido, con bastantes golpes de tambor y de bombo. Y con una cruza de semicorcheas y corcheas, según la nota.
Pero calzaba justo.
Estaba encantado. Y sorprendido. Empecé a mirar alrededor a ver si alguien más lo notaba. El loop de la impresora valía la pena de verdad. Me dio lástima no poder grabarlo. Yo movía la cabeza de izquierda a derecha y golpeaba el escritorio y zapateaba.
Y la señora me miraba fijo, mientras esperábamos el cupón.
Me miraba bien fijo la señora.
-¿Usted se da cuenta? La impresora tiene ritmo...
-Con razón... Yo veía que movías la cabeza…
El encargado miraba la escena.
-Hace un ruido insoportable...
-Sí, puede ser... pero tiene ritmo... escuchá... prestá atención...
Acompañé otra vez con las manos; ahora un poco más fuerte.
Calzaba justo. El de la impresora era un ritmo amargo y dulce a la vez. Estaba súper logrado. El mío sólo acompañaba con la intención de participar y no quedarse afuera.
Ellos se miraron y no dijeron nada.
La impresora terminó de imprimir. Y más o menos al mismo tiempo la señora firmó el cupón, que al fin había salido, y se fue con su libro, que ya no recuerdo cuál era.
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