Recién, reciencito, en el colectivo, venía mirando las terrazas y pensando en cómo, hace unos años, cada vez que volvía en colectivo a esa hora, me la pasaba mirando eso mismo, las terrazas, y pensando en escribir una poesía al respecto.
Siempre hacía y pensaba lo mismo. Y mil veces intenté escribir esa poesía. De hecho tengo algunos borradores por ahí. Podría buscarlos y corroborar.
Pero sé que siempre el resultado era bastante nefasto. Estoy seguro de eso, aunque hace al menos un año lo haya abandonado por completo.
Y ahora me pongo a pensar. Y repensar. Y veo que la razón de ese fracaso es clara.
¡Techos!
Todo el mundo habla siempre de los techos de Buenos Aires. No hay nada original en eso. No hay nadie que no haya flasheado con los techos de acá.
Yo me obsesionaba especialmente con la terraza de la facultad de Medicina.
Me la pasaba pensando en eso. En subirse ahí a las tres de la madrugada. El silencio, el viento y todo eso. Una mezcla de terror y placer. Qué sé yo cuántas emociones. Los bondis. Los autos. Y la gente caminando. Abajo, en la suya. Pensando en hacerse un pollo.
Y todo empezó por una noche nubladísima, melancólica, una noche muy complicada, de nubes rojizas, en la que el techo de Medicina casi ni se veía. Y yo pasaba por ahí abajo y miré para arriba.
Y flasheé.
Y después, a partir de ahí, todas las noches, en el bondi, me ponía a mirar todos los techos de todos los putos edificios y me dedicaba a imaginarme sentado ahí arriba, a esa hora de la madrugada, mirando para abajo.
Y después lo escribía. Y apestaba. Y entonces lo tiraba o lo borraba. Y así fue que lo dejé.
Me estaba protegiendo del lugar común. Ahora lo entiendo.
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