Vimos el cadáver de mi abuela.
Pasamos mi hermano y yo. Es raro estar frente al cadáver de un familiar. Creo que el momento no termina de colmar las expectativas. Uno espera que le suceda algo que no le sucede. Pero cuesta dejar de mirar, esa última vez. Es raro. Sólo eso puedo decir. Me pasó las otras veces que estuve en la misma situación.
Después agarramos una bolsita que nos habían separado con sus anillos y salimos del área de terapia intensiva. Bajamos por las escaleras porque el ascensor no funcionaba.
Mi vieja estaba con nosotros. Hicimos algunos chistes. Estábamos muy cansados. Mi hermano y yo no habíamos dormido ni comido en las últimas doce o quince o veinte horas.
El patio del hospital estaba muy lindo. Caminamos a través de los pabellones, atravesamos senderos verdes y pasillos techados al aire libre.
Abrimos y cerramos puertas. Nos miramos en las ventanas espejadas. Cuando llegamos al pabellón principal, en una sala de espera había dos o tres personas mirando la televisión.
Una multitud aplaudía y rugía en la plaza del Congreso. La pantalla estaba toda colmada de cabezas que en realidad eran como puntitos. Todas juntitos, uno al lado del otro. Reconocí la voz de Néstor Kirchner.
Cuando salimos de ahí y llegamos al mostrador de la recepción, de refilón vimos un kiosco en la vereda de enfrente.
Cruzamos miradas.
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