Con mi viejo, en sus últimas épocas, intentamos hacernos el hábito de ir a la cancha de River.
Compartíamos muy pocas cosas por entonces. Lo cual no quiere decir que no compartiéramos nada. ¡Compartíamos! Pero más que nada peleas y puteadas.
No se puede todo.
Entonces en ese último año fuimos un par de veces al Monumental.
Me acuerdo de un dos a cero a Ñuls, con un gol del Chacho Coudet. Nosotros lo vimos desde el corralito de la Centenario. Y creo que estaba mi hermano también.
Nos cagábamos de la risa porque los de Ñuls eran tan pocos que podíamos ver a algunos amigos nuestros en plena popular visitante.
Pero otras veces las cosas no salieron tan bien.
En un partido bastante importante, no me acuerdo bien contra quien, con mi viejo nos peleamos mal, faltando un par de cuadras, y al final ya en el estacionamiento nos separamos y nos metimos uno en la platea y otro en la popular.
Faltaba poco para el final. Y ahí dejamos de ir. Él dejó de ir, en realidad. Y yo seguí yendo, pero con amigos.
Con Racing, partido inolvidable, con un golazo zarpado de Pipino Cuevas sobre la hora, él fue con mi hermano a la Almirante Brown baja. Y yo fui a la alta.
Ellos se abrazaron juntos en el gol de Pipino, que, posta, no te lo vas a olvidar nunca. Y yo me abracé con un montón de gente a la que ya no veo más.
Pero la peor de todas fue contra Argentinos Juniors, el día que dimos la vuelta olímpica.
Esa semana me decidí y junté los dos o tres mangos que tenía y compré una entrada para mí y otra para él. Y entonces lo invité.
Por primera y última vez lo invité a mi viejo a ir a un lugar.
Él ya estaba flaquísimo en ese entonces. Faltaba cada vez menos.
Las entradas eran para la Centenario alta. Era un domingo súper soleado, casi raro para esa época del año, con unas nubecitas blancas que no amenazaban para nada. Y al contrario: lo hacían más colorido al día.
Entonces almorzamos pastas a la bolognesa (eso me lo acuerdo perfecto) y salimos un par de horas antes.
Y parece una burla. Pero fue posta: de golpe el cielo se tapó por completo y empezó a llover. Para el carajo. Estábamos bajando por Juramento y agarramos Libertador. Y para cuando llegamos a Monroe mi viejo se tuvo que guardar debajo de un techito y pegarse la vuelta.
No podía chupar frío. Y el día estaba tan para la mierda que no parecía que fuese a escampar nunca.
Así que se tomó un taxi y se fue. Y yo seguí para la cancha con una bronca increíble y una entrada de más en el bolsillo trasero. Caminaba entre el montón de gente, por Lidoro Quinteros, preguntándome si hacía bien al seguir camino y no volverme con él.
Las cosas salieron muy mal y ya ni me da para volver a la cancha.
Faltando media hora para el partido, mientras yo esperaba sentado que empiece el asunto de una buena vez, el cielo se abrió de nuevo. Te calentaba el sol en la Centenario. Daba justo de frente.
River ganó cinco a uno, creo. El primer gol fue de ellos y lo hizo Pisculichi y el más importante de los nuestros fue de Cavenaghi. Y dimos la vuelta olímpica y cantamos y todo eso.
La que más me gustó de ese día fue una clásica, con el ritmo de Lambada y la letra que decía: “Soy de River, soy, y de la cabeza siempre estoy; llora Avellaneda, La Boca y el Ciclón, porque River ya sale campeón”.
Pero fue demasiado; nunca más pude volver a ir.
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