El viernes a la noche, en una fiesta, conocí a una chica.
Estuvimos bailando un rato, unos temas de Rodrigo, algún otro de Gilda y varios más de esa época. La fiesta era en un boliche bien chiquito, en pleno Palermo. La música muy buena.
Cuando terminó, o mejor dicho cuando nos fuimos, caminamos juntos por no sé qué calle. Yo estaba un poco desorientado y me limitaba a obedecer indicaciones. Y a pesar de que insistí en hacer lo contrario, antes de tomarse un taxi, ella me acompañó hasta la parada de mi colectivo.
Estaba un poco borracho. Tenía sueño. Eran las ocho de la mañana y mi viernes había empezado a las 12 del mediodía. Hablamos sobre el CBC, porque ella va a estudiar Sociología y anda fanatizada con los ensayos sobre globalización.
Y después hablamos sobre otras cosas.
Nos dimos un solo beso, ya al final. No dio para más.
No habíamos cruzado muchas palabras en el bolichito; apenas un intercambio de teléfonos. Y alguna que otra frase perdida.
El resto lo habíamos bailado. Aprendí que bailando, aunque no sé bien de qué manera, comunicás un montón de cosas.
En cuanto subí al bondi y puse la ficha y me senté y busqué el papelito en el que me había anotado su teléfono -¡eso por no poner a cargar el celular a tiempo!-, enseguida puse los ojos en blanco y me pegué un cachetazo en la frente.
El papelito, verde, donde del otro lado tenía anotado el teléfono de una clienta de la librería, ya no estaba.
Y ahora tengo ganas de que bailemos otra vez algún tema de Rodrigo.
¡Podés creer!
¡Chica súper linda del viernes, si leés esto: perdí tu número de teléfono!
¡La próxima vez que te bailes una cumbia noventosa, adonde quiera que sea, por favor, no dejes de pensar en mí!
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