La última vez que jugué a la pelota supe que era la última vez.
Los primeros diez o cinco minutos fueron interesantes.
No daba pie con bola, claro. Y no metí ningún pase bueno ni gambeteé a nadie, como era de esperar, pero corrí muchísimo, demostré personalidad y sacrificio y robé muchas de las pelotas que había perdido.
Grité y di indicaciones. Me enojé un par de veces.
Pero lo que vino después fue tremendo: me desinflé. Me pinché. No me quedó nada. Estaba ahí parado en una cancha de fútbol sin un mínimo restito de energía.
Preso durante otros cincuenta minutos.
Los demás seguían corriendo y se hacían foules y se peleaban por quién debía cobrarlo.
Me acuerdo de un chabón rubio, de ojos verdes, barbudo –barba también rubia-, que jugaba por izquierda –yo por ese entonces me había tirado de lateral derecho- y que me empezó a volver loco. Ni para las patadas llegaba a tiempo.
Me gambeteó por derecha y por izquierda; ni siquiera pude averiguar cuál era su pierna hábil.
Un lindo pibe para colmo. Nunca voy a saber si realmente era habilidoso o si fue que yo estaba completamente fuera de discusión.
Lo cierto es que me quemó la cabeza. No lo pude agarrar.
Cuando me quisieron mandar al arco los mandé a la puta que los parió y me quedé firme en mi puesto de número cuatro. De golpe todos me rodearon y me empezaron a putear, pero me mantuve en la mía: chúpenme un huevo, boludos.
Y el rubio me siguió pintando la cara durante las dieciocho horas que duró ese partido.
Hace unos días lo vi en la boca de la estación Juramento, parado con las manos en los bolsillos, los brazos pegados al cuerpo y los hombros levantados; mirando de frente y a los ojos a una chica que estaba llorándole y hablándole sin parar.
Y entonces me acordé de mi último partido.
Hacia el final, casi por piedad, decidieron darme la chance de la reivindicación. Hubo un penal a favor. Perdíamos por mucho y el asunto ya estaba terminado, lo cual fue un detalle importante dado que mis compañeros durante todo el rato me habían parecido bastante interesados en ganar.
La agarré con las dos manos, confiado. Aunque me dolían un poco las piernas y no pensaba en nada. Casi no podía respirar. Los pibes me daban su aliento, que contenía a las palabras dale y muerto en cada frase.
Caminé hasta el área, la puse en el punto del penal, retrocedí mirándola fijo y me paré con los brazos en jarra. Esperé un pitazo imaginario durante unos cuantos segundos -todos los demás hicieron silencio-, corrí tan apurado como pude y pateé con la cara interna de mi pie derecho.
A los guantes del arquero. El gordito voló a su izquierda segurísimo de lo que hacía.
La pelota terminó yéndose por el costado.
En la charla y Coca posterior ni abrí la boca. Estaba pensando en alguna otra cosa.
Y ahí me abrí el blog y empecé a escribir.
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