La imagen de esa escalera mecánica

Últimamente, cuando me siento en la computadora y abro el Word y me arremango la camisa, y me pongo a pensar, “la puta madre, y ahora sobre qué escribo, ¡sobre qué corno escribo!”, lo primero que se me viene a la cabeza es la imagen de la escalera mecánica del subte, esa que baja desde el piso intermedio, donde se sacan los boletos, hasta el piso de más abajo, donde están los andenes, en la estación José Hernández;

y también en la que sube desde la planta baja del Alto Palermo hasta el primer piso;

toda mi furia y mi inconsciente pasional están metidos ahí;

mucho más que en el dolor de labio que me agarra cuando me golpeo con el mango del cepillo de dientes, cada vez que me cuelgo en mis pensamientos y me olvido de que me estoy cepillando;

la imagen de esa escalera mecánica, subiendo tan lentamente como le es posible –incluso la baranda sube a mayor velocidad; lo que hace que me den ganas de sentármele encima-, a las 14:09, y los grupos de chicas amuchadas, subiendo adelante mío, contándose algo, un secretito, tomándose un cafecito de Starbucks, que ahora está tan de moda, y ocupando tanto el lado derecho como el izquierdo;

ese tapón que me impide llegar, mientras me caen los chorros de transpiración tardía por la corrida tremenda de las siete cuadras que separan mi casa de la estación -¡setecientos metros en tres minutos!- es la única imagen que se me viene a la cabeza durante la primera media hora.

Y mis ojos empiezan a pestañear más rápido. Muy rápido.

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