Llega el sábado y seguro yo me rajo;
imposible resistirme a lo que quiero.
Soy capaz de dejar todo abandonado;
por un rato de parranda yo me muero.
Y una vez que llego al baile,
no me quiero ni perder
un minuto hasta ver el amanecer.
Otra vez, otra vez,
la culpa de todo la tuvo el vino.
¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
¡Que yo he nacido negro y parrandero!
imposible resistirme a lo que quiero.
Soy capaz de dejar todo abandonado;
por un rato de parranda yo me muero.
Y una vez que llego al baile,
no me quiero ni perder
un minuto hasta ver el amanecer.
Otra vez, otra vez,
la culpa de todo la tuvo el vino.
¿Qué pasó? ¿Qué pasó?
¡Que yo he nacido negro y parrandero!
Dije: “El día que yo descubro al que deja mi campera tirada en el piso… booooluuuuuudo, la que se arma”.
“Aprendé a conjugar los verbos, estúpido; es descubra, no descubro”.
Lo malo de trabajar en una librería es que ahí todos escriben y todos saben conjugar verbos, es cierto. Pero igual arremetí.
Y dije: “Se usa, loco, la verdad es que se usa. Y además sirve para subrayar que lo digo con vehemencia. Como el hincha ese, el del cuento de Fontanarrosa, que justo se llama así, fijate, te lo busco, pará… mirá, acá tenés, leé, fijate lo que le grita el hincha sacado: ‘No te enloquesá, Lalita, no te enloquesá’.
No me respondieron. Me mandaron a buscar al cadete, que llegaba con la reposición del día.
En la librería me siento muy respetado. Muy querido. Muy mimado.
Mientras me iba con el carrito –esos largos, que tienen un nombre que ahora no me sale; esos que usan los cadetes de cualquier negocio- cargado en el brazo derecho, justo antes de salir del local, escuché: “Creo que toma antes de venir”.
Y una carcajada.
Uno de mis grandes anhelos siempre fue saber qué hay detrás de las salidas de emergencia de los shoppings. El shopping es un mundo y yo me imaginaba otro mundo igual de grande del otro lado. Como la máxima de la geografía en el secundario: a grandes alturas, grandes profundidades. Yo me imaginaba una trastienda igual de enorme que el shopping, llena de oficinistas, pasadisos y toboganes y etcétera.
Pero no. Es apenas un pasillito lleno de cajas y basura, un ascensor siempre a punto de asesinar a alguien, una escalera, mucho frío, unos ventanales, unas vachas…
Y nada más.
Tomé el ascensor, como todos los días a esa hora. Antes hice equilibrio parado en las dos ruedas del carrito y anduve para atrás, también como todos los días. Al principio me caía al toque, pero ahora ya recorró unos cuantos metros hasta dar contra una pared.
Me subí. El ascensor hizo el mismo ruido de siempre. Y frenó en el piso uno. Yo había marcado el cero. Las puertas se abrieron y afuera no había nadie. Volví a marcar cero. Las puertas se cerraron y el ascensor se quedó inmóvil por al menos un minuto.
Al rato ya estaba en el cero. Abrí la puerta y salí. En Starbucks había una cola impresionante. Y, jojojo, al lado de la cola había una fila larguísima que iba desde la puerta hasta la esquina y después doblaba.
Todos los días es igual. No deja de sorprenderme la cantidad de público que convocan los cafeses.
Yo con un instantáneo bien batido, la verdad, ya estoy bárbaro.
Me senté a esperar al cadete y cuando llegó estacionó tan lejos de la puerta, que después de levantarme hice un chiste como que me ponía a chiflarle a otro taxi para que nos dejara un poco más cerca. Pero no me entendió.
Subimos las cajas por el ascensor con el carrito. Cuando llegamos a la puerta que dice salida de emergencia pusimos las cajas en el piso y las cargamos arriba del hombro. No te dejan deslizar el carrito en los pasillos. Cuatro o cinco viajes, subiendo una escalera. Siempre, mientras camino de una puerta a la otra, pienso en la guita que me ahorro en gimnasio. Y en cómo me la voy a terminar gastando en un kinesiólogo.
Después agarré una birome y me puse a controlar las transferencias de stock y a cargarlas en el sistema. Una carrera de tres años estudié. Nunca me sentí tan cómodo en el periodismo, la verdad. Creo que nací para chequear transferencias de libros. Lo juro.
Desde el depósito llegó el nuevo libro de Juan Diego Incardona, que trae ilustraciones de Santoro, ni más ni menos. Y entró 2666, del capo de Bolaño, que me encanta en Los detectives salvajes, Putas asesinas y Llamadas telefónicas.
Y después no entró ninguna otra cosa interesante.
Así que mientras controlaba me puse a cantar Parrandero, de Los Palmeras. No sé porqué. Me atacó de golpe. Y tuve que controlar las ganas de pararme y sacar a una compañera a bailar.
“Aprendé a conjugar los verbos, estúpido; es descubra, no descubro”.
Lo malo de trabajar en una librería es que ahí todos escriben y todos saben conjugar verbos, es cierto. Pero igual arremetí.
Y dije: “Se usa, loco, la verdad es que se usa. Y además sirve para subrayar que lo digo con vehemencia. Como el hincha ese, el del cuento de Fontanarrosa, que justo se llama así, fijate, te lo busco, pará… mirá, acá tenés, leé, fijate lo que le grita el hincha sacado: ‘No te enloquesá, Lalita, no te enloquesá’.
No me respondieron. Me mandaron a buscar al cadete, que llegaba con la reposición del día.
En la librería me siento muy respetado. Muy querido. Muy mimado.
Mientras me iba con el carrito –esos largos, que tienen un nombre que ahora no me sale; esos que usan los cadetes de cualquier negocio- cargado en el brazo derecho, justo antes de salir del local, escuché: “Creo que toma antes de venir”.
Y una carcajada.
Uno de mis grandes anhelos siempre fue saber qué hay detrás de las salidas de emergencia de los shoppings. El shopping es un mundo y yo me imaginaba otro mundo igual de grande del otro lado. Como la máxima de la geografía en el secundario: a grandes alturas, grandes profundidades. Yo me imaginaba una trastienda igual de enorme que el shopping, llena de oficinistas, pasadisos y toboganes y etcétera.
Pero no. Es apenas un pasillito lleno de cajas y basura, un ascensor siempre a punto de asesinar a alguien, una escalera, mucho frío, unos ventanales, unas vachas…
Y nada más.
Tomé el ascensor, como todos los días a esa hora. Antes hice equilibrio parado en las dos ruedas del carrito y anduve para atrás, también como todos los días. Al principio me caía al toque, pero ahora ya recorró unos cuantos metros hasta dar contra una pared.
Me subí. El ascensor hizo el mismo ruido de siempre. Y frenó en el piso uno. Yo había marcado el cero. Las puertas se abrieron y afuera no había nadie. Volví a marcar cero. Las puertas se cerraron y el ascensor se quedó inmóvil por al menos un minuto.
Al rato ya estaba en el cero. Abrí la puerta y salí. En Starbucks había una cola impresionante. Y, jojojo, al lado de la cola había una fila larguísima que iba desde la puerta hasta la esquina y después doblaba.
Todos los días es igual. No deja de sorprenderme la cantidad de público que convocan los cafeses.
Yo con un instantáneo bien batido, la verdad, ya estoy bárbaro.
Me senté a esperar al cadete y cuando llegó estacionó tan lejos de la puerta, que después de levantarme hice un chiste como que me ponía a chiflarle a otro taxi para que nos dejara un poco más cerca. Pero no me entendió.
Subimos las cajas por el ascensor con el carrito. Cuando llegamos a la puerta que dice salida de emergencia pusimos las cajas en el piso y las cargamos arriba del hombro. No te dejan deslizar el carrito en los pasillos. Cuatro o cinco viajes, subiendo una escalera. Siempre, mientras camino de una puerta a la otra, pienso en la guita que me ahorro en gimnasio. Y en cómo me la voy a terminar gastando en un kinesiólogo.
Después agarré una birome y me puse a controlar las transferencias de stock y a cargarlas en el sistema. Una carrera de tres años estudié. Nunca me sentí tan cómodo en el periodismo, la verdad. Creo que nací para chequear transferencias de libros. Lo juro.
Desde el depósito llegó el nuevo libro de Juan Diego Incardona, que trae ilustraciones de Santoro, ni más ni menos. Y entró 2666, del capo de Bolaño, que me encanta en Los detectives salvajes, Putas asesinas y Llamadas telefónicas.
Y después no entró ninguna otra cosa interesante.
Así que mientras controlaba me puse a cantar Parrandero, de Los Palmeras. No sé porqué. Me atacó de golpe. Y tuve que controlar las ganas de pararme y sacar a una compañera a bailar.
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