Pablo pinta una pared,
pelea con su esposa.
‘Que se deje de hinchar,
que se siente
y prepare mate,
que no labure’.
Cristian lija,
empuja a mamá,
grita algo,
se hace el paraguayo.
Agustín corretea por el patio,
patea una pelota.
Ulises lo persigue,
con sus cuatro patitas
epilépticas,
y sus uñas,
villeras,
clavándose en el piso.
Alguien grita desde adentro.
Quedate quieto,
no lo alteres
que se pone a ladrar,
nos vuelve locos.
Mariano sale
con los ojos clavados en el suelo,
marca algo en el teléfono,
una voz
dice que está fuera de servicio,
o algo así.
Camina al almacén,
sigue discando números
y escuchando
la vocecita femenina.
Funes
es repleto de mosquitos,
calor,
vacío,
humedad,
olor a tierra mojada
y Rosario.
La calle es de tierra,
decíamos,
con zanjas a los dos lados,
descampado,
cielo azul,
el mismo cielo que en Buenos Aires,
sólo que a la noche hay estrellas.
Una coca, por favor.
Son dos pesos amiguito.
La puerta al abrirse hace ruido.
Diez perros duermen
amontonados a un costado.
Uno,
de hocico negro,
levanta su cara para mirar,
bosteza
de modo tan largo como su lengua.
Se acuesta de nuevo,
el perro,
cantan unos pájaros
durante el camino de vuelta.
Adentro,
Cristian sigue gritando.
En Funes,
las tardes duran lo que un mes.
Las horas
en frascos de miel
inviolables.
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