Escritos sobre literatura argentina
Cuando me quedé sin computadora me quedé sin Internet, es cierto, pero sobre todo sin Word y sin blog.
Durante dos meses, o más, no pude escribir nada.
Fue increíble la felicidad, al principio; la obligación de buscar otras cosas para hacer y encontrarlas. Y sentir cómo mi cerebro se despejaba.
Pero a las pocas semanas me agarró la abstinencia total. Transpiración, taquicardia, ansiedad.
Creo inclusuo que hubo un momento de inspiración, ayudado por los mil libros que me tragué de corrido, en el que hubiese sido capaz de escribir la gran novela que jamás voy a escribir. Pero eso ya pasó y no hay que lamentarse. De nada hay que lamentarse porque esta vida es, sin dudas, un paso de comedia.
Lo cierto es que en un momento tenía la necesidad casi física de escribir. Y fue tal la desesperación que me agarró que por primera vez tuve un diario íntimo.
Lo cual es bastaaaaaante raro.
Yo tengo un conflicto patológico de motricidad fina. Es una discapacidad propiamente dicha: no puedo dibujar ni puedo escribir a mano. Es decir, puedo hacerlo, pero no sin dejar el rastro de un chico de seis años.
Tampoco puedo enhebrar una aguja.
No es exageración –ni un poquitito- decir que mi letra es la de un nene. Tal vez mi cuerpo canalizó por ese lado la ambición de ser chiquito para siempre. No lo sé. Lo cierto es que yo puedo apostar el culo, sin temer perderlo, a que mi letra es peor que la de todos los demás tipos mayores de ocho años.
Y por eso es que no escribo a mano –en la librería yo forro los libros y el precio lo pone otro-. Y por eso es que, cuando estudiaba, siempre la pasé muy mal durante los exámenes escritos de la facultad.
Pero aun así -tal era la desesperación de escribir algo-, decidí empezar a escribir mi diario íntimo, aunque las primeras anotaciones sólo manifestaban que no sabía sobre qué escribir.
La cosa en realidad empezó unos días antes cuando los de la editorial Siglo XXI trajeron unos anotadorcitos muy chiquitos, del tamaño de la palma de una mano, que en la tapa tienen imitaciones de las tapas de algunas obras editadas por ellos.
Un compañero mío, muy veloz él, por ejemplo, se quedó con El capital, de Marx. Y estuvo bien. Yo me quedé con Escritos sobre literatura argentina, de Beatriz Sarlo, que también me resultó muy simpático.
Al principio lo tuve de acá para allá en el bolsillo de la mochila; se suponía que lo usara para los pedidos de libros de los clientes, pero me pareció una tontería desaprovecharlo de esa manera. Son tan geniales los anotadorcitos, que merecían cargar un poco de artesanía en su interior.
Así que empecé un día. Y lo seguí al otro. Y después me colgué y lo dejé. Y después otro día, de la nada, lo retomé, haciendo de cuenta que era el día después de la última anotación. Y lo empecé a tirar para el lado de la mentira, o de la ficción. Pero sin que formase una historia mostrable. Es decir, no busca ser una novelita, sino sólo un diario que es a la vez de mentira y a la vez sobre mí. Y con mucho humor y zarpe.
Y si tengo que ser sincero, creo que el único valor estético rescatable de ese diario es justamente la letra nerviosa, tipo cardiograma, que cruza de izquierda a derecha formando una mancha de lo más grotesca y original.
De cualquier manera, así de a poco el vicio se empezó a calmar, hasta que mi bolivianito trajo otra vez la computadora y entonces pude volver a bloggear.
Ya lo dejé al anotadorcito, pero me gusta abrirlo y leerlo, incluso leerlo todos los días de principio a fin, porque, la verdad, me gustan las cosas que se me ocurrían cuando pensaba en que nadie, absolutamente nadie, iba a poder leerlo.
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