Hoy como a las dos de la tarde, ni bien entraba, vi a través de la vidriera a una pareja dándose los besos más raros del mundo.
Él estaba plantado con el pico puesto hacia delante. Y ella, con cara de desencajada, enchufaba una y otra vez su cachete derecho en esa plataforma fija que él le ofrecía (lo sacaba y lo metía, lo sacaba y lo metía).
Lo más tremendo era su cara de porfiada; como si le pagaran diez centavos por cada beso que obtenía.
Mientras miraban los libros de la vidriera (ediciones de Siruela de Clarice Lispector e Italo Calvino y un Hospital de juguetes que se arma y se desarma; para chicos). Él de reojo y ella fijamente, con su cara de fanática.
Muy linda ella. Pelo castaño. Cara simple, nariz redonda, tez blanca con alguna peca. Suéter entre rojo y bordó y pantalón negro.
Muy linda.
Ambos entraron a la librería y yo me apuré para salirles al cruce y atenderlos. Él le quería regalar Ampliación del campo de batalla. Les tuve que decir que no estaba, pero a cambio les ofrecí Las partículas elementales. Y él dijo: a ese me lo voy a llevar para mí.
Ella hizo pucherito pero él no la alcanzó a ver. Y yo no la alcahueteé.
Entonces nos pusimos a hablar sobre cuáles libros son difíciles de encontrar y cuáles se encuentran por todos lados. Y él hizo algunos chistes sobre que le iba a regalar Fuimos todos, del Tata Yofre, o Combustible espiritual, de Ari Paluch, que son por lejos dos de los libros más vendidos del momento, junto con el de Valeria Mazza y Hombre rico, hombre pobre.
Resultó que eran dos intelectuales, nomás; lo decían bien en chiste y se reían con sorna.
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