Fue inevitable sentir un poco de repulsión por las manifestaciones populares de esta semana. No digo nada que no esté dicho, ya sé; yo también lo leí por todas partes en blogolandia. Pero aún así.
En el momento en el que estaba sentado en el Parque Las Heras, durante mi break de media hora, mientras comía un paquete de Sonrisas que me había costado tres pesos y una Coca – Cola que me había costado dos con cincuenta, y empecé a escuchar cacerolas y bocinas y más cacerolas y más bocinas, pensé que el mundo se había ido al carajo.
Pensé que durante esa tarde, mientras yo navegaba en mi burbuja de librería dentro de shopping, alguien habría muerto asesinado. Y sería una muerte llevada a cabo por un policía. O algo del estilo. Una muerte violenta. Un barco atropellando a un tren.
Algo groso. Algo que pueda despertar una insurrección popular. Algo tremendo, algo que al otro día lograra que las tapas de los diarios hablen de Fuenteovejuna.
Los llamados telefónicos que hice en ese momento, con dedos apurados, me tiraron resultados desoladores. Y me causa gracia ese recuerdo tan lejano, aunque hayan pasado apenas días, en este momento.
Dos personas me dijeron que todo eso era por Racing.
¡Por Racing!
¡Un cacerolazo en pleno Recoleta, por Racing!
Me puse mal. Me encabroné. Miraba para arriba, a los balcones de las torres esas que hay frente al Parque Las Heras; esas tan conocidas, que contrastan –todas sus luces prendidas- con el negro del cielo, y que son tan lindas para verlas pasar desde el colectivo.
Miraba y veía a la gente dándole duro a las cacerolas. Y puteaba para adentro. Mientras seguía comiendo mis galletitas y chupando mi Coca – Cola.
Un poco estaba enojado por la liviandad de esas dos respuestas, de imaginarse que todo eso era por el gerenciamiento de Racing.
Y otro poco porque se hacía evidente que en realidad no había una razón demasiado grande para semejante quilombo.
Recordé todo lo que había visto a la mañana en la tele; no habían expectativas de que algo determinante pudiera pasar en alguna parte del país.
Cuando me fui de mi casa no me quedé con la idea de que ese pudiera ser un día de quiebre para la historia Argentina, como sí me pasó en el 2001, tanto cuando me fui a bailar el día en que decretaron el estado de sitio, como cuando me fui al profesor particular de matemática mientras la gente moría en la Plaza de Mayo, como cuando me fui a ver a River ganarle 6 a 1 Rosario Central, también con estado de sitio.
Y evidentemente, como ya lo dije, nada grande había pasado a la tarde, porque sino me lo hubiesen dicho esas dos personas a las que llamé, que estaban en ese momento en sus casas, frente a sus televisores (ahora me doy cuenta de que estarían viendo series yanquis, en una burbuja igual a la mía).
Y el tercer llamado no le dio mucha más luz al asunto.
“Es por lo del campo”.
Aunque al final haya sido la verdad, en el momento me pareció tan ridícula como la respuesta de Racing.
Me acordé, sí, de que había visto mucho sobre eso a la mañana, en TN. Una nota laaaaaaaarga, laaaaaaaaarga en la que mostraban los distintos cortes de ruta en distintas provincias. Gente dueña de campos que no dejaba que otros camiones pasaran si su contenido tenía que ver con la actividad agrícola ganadera.
El periodista, me acordaba ahora, se había mostrado muy de acuerdo con la medida y sus compañeros desde el piso –creo que estaba mi vecino Franco Salomone, a quien respeto porque es un buen vecino- concordaban con él.
Le estaban dando bastante bombo, de hecho, al asunto, me acordaba ahora sentado en el Parque Las Heras, al punto de que le dije a mi vieja: “Queda claro de qué lado está el Grupo Clarín en este tema”.
Pero en ese momento “el asunto del campo” era una noticia menor. Una boludez. Un tema del que cualquier podía escapar. Y si preguntabas en la calle al respecto, muy pocos se iban a mostrar demasiado radicales en su forma de opinar. Era un tema más; nada comparado con el precio de un paquete de Sonrisas y una Coca – Cola. Nada comparado con Macri echando de mi barrio, a palazos, a unos cartoneros que eran de lo más inofensivos (ahora ese espacio público está ocupado por vallas y policías con cara de peligrosos).
¡Si hasta la noticia de Racing le competía!
A la mañana, en un momento, el periodista –el cuarto repugnante en esta historia- había dicho que los huelguistas de Tucumán iban a hacer un piquete frente a la Casa de Gobierno del gobernador Alperovich. Y enseguida se retractó, apurado. Dijo: “Bueno, no un piquete, sino una manifestación”.
Es decir, iban a cortar una vía de tránsito, en grupo y protestando, pero no iba a ser un piquete. No en su caso. Porque un piquete es más una denominación para un tipo de gente que un tipo de manifestación popular en sí. Ellos no iban a ser piqueteros.
Y a veces en la misma forma de denominar las cosas estás armando una realidad.
Así que todo este asunto era por lo del campo. La gente de Recoleta estaba protestando para manifestarse a favor de un grupo de gente, dueña de sus empresas, es decir la patronal, que estaba cortando una ruta y obligando a los camioneros que sí querían trabajar, a quedarse a un lado del camino, como en esos paros generales de Moyano que tan criticados fueron hace unos años, en los que los huelguistas obligaban a los rebeldes a ser huelguistas como ellos. Y los convencían a palazos si era necesario.
De golpe la gente de Recoleta estaba a favor de que se cortaran los accesos a las ciudades y de que haya un desabastecimiento de alimentos en los mercados y supermercados.
Cuando salí del laburo, la gente estaba cortando la Avenida Santa Fé.
Leí por ahí que Beatriz Sarlo decía que no era gente bianuda. La corrijo: sí era gente bianuda. Con cortes de pelo hermosos y pulóveres colgados a los hombros y sonrisas de treinta o treinticinco dientes blancos y besables.
Toda esa gente hermosa, realmente hermosa, el tipo de gente con el que a mí me gusta relacionarme día a día, y lo digo sinceramente, sin ningún tipo de ironía, copaba la calle, aplaudía a la otra gente que caceroleaba en los balcones, y empezaba a marchar hacia Plaza de Mayo.
Pensé en cuán raro era todo eso. Porque, supuse, esa gente debía aborrecer que las empresas se preocuparan más por ganar más plata exportando que por abastecer a la ciudad de carnes y lácteos.
Y no lo pude evitar. Y entonces caí en una sensación que ahora es un lugar común pero en el momento no: sentí un poco de repugnancia.
Caminé mirando todo eso hasta el subte. En el camino me crucé con un compañero que ese día trabajaba en otra sucursal de la librería. El estaba igual de sorprendido que yo. Hablamos de lo loca que estaba toda esa gente.
Cuando llegué a mi casa descubrí que Cristina Kirchner, la presidenta, había salido a hablar, en cadena nacional, con un tono prepotente, imbécil, poco conciliador, haciéndose la dura. Lo mismo que De la Rúa en aquel primer cacerolazo del 2001.
De la Rúa salió a hablar haciéndose el malo y la gente dijo: este de tan pelotudo es un hijo de puta y nos está cagando; hagámoslo mierda.
Y lo hizo mierda.
Y la boluda ahora salió e hizo lo mismo. Muy mal asesorada, se dice por ahí. Primera vez que un Kirchner sale a hablar en cadena, si mal no recuerdo, y sin contar la vez que Néstor salió a pedir por Julio López.
Primera vez de ella, al menos. Y al pedo; para cagarla, para joderla mal, para complicar una situación conflictiva que era una más entre todas las que implica la política de un país.
Una vez que entendí eso empecé a sentir repulsión por ella. Se supone que está dirigiendo el país en el que yo vivo y por una imbecilidad suya se creó un problema institucional enorme a futuro, de la nada; un problema que no sabés adónde termina, porque claramente la gente ya la detesta, y eso puede ser grave.
La gente salió a la calle, pienso ahora, porque tuvo un revival de lo que fue aquella noche del discurso de De la Rúa. Presidente malote que nos reta y nos toma de estúpidos otra vez; salgamos a cacerolearlo. Entonces salieron a jugar a la política activa, sin analizarlo mucho, sin sopesar causas y consecuencias, y ni imaginaron que, como esto es el peronismo, el también repugnante D’elía, con su contramanifestación, iba a salir a fajarlos para sacarlos de la Plaza de Mayo.
Y la verdad es que fue infantil. No podés ir a la Plaza de Mayo como si fueses al cine con tus hijos, cargando sólo con la decisión de qué película vas a ir a ver.
Me parece que a la Plaza de Mayo vas sabiendo que lo hacés por algo histórico. Vas por una causa por la que estás dispuesto a todo. Y sabés que de golpe puede aparecer la policía y cagarte a tiros o cagarte a palazos, pero estás tan seguro de que la cosa está mal que no te importa y vas igual, aunque corras peligro de que D’elía o cualquier otra fuerza del peronismo te vaya a buscar.
Como en el 2001. O como en los piquetes de los obreros; gente desesperada, sin trabajo, sin guita y sin casa.
Gente bastante quilombera y con aspiraciones políticas de poder, sí, pero con buenas razones para protestar; gente con la suerte ya echada.
Y yo entiendo que esos últimos párrafos fueron de zurdito recalcitrante y que acabo de perder el respeto de mis cinco o seis lectores. Sobre todo porque vivo en Belgrano y cuando me cruzo con un grupo de piqueteros por dentro pienso "¡uia, un piquetero!". La gente de mi barrio me lo recordaría si me fuese a leer.
Pero me siguen pareciendo más lógicos y entendibles esos reclamos y cortes de ruta. Esos piquetes son más justos. Y, hasta donde sé, la gente de Recoleta más bien los detesta y más bien los mira con asco.
Incluso cuando dos de ellos mueren asesinados de un modo planificado, la gente de Recoleta se esfuerza por pensar que están bien muertos y que seguro se aniquilaron entre ellos.
Entonces, sí, lo reconozco. No lo pude evitar. Me dio un poco de repugnancia el asunto. No lo viví con tanta calma como hubiese querido.
Al otro día me levanté de nuevo y fui a trabajar otra vez. Durante el break en Parque Las Heras no tuve mayores sobresaltos.
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