Yo fui un Love Coach

Hoy estuvimos hablando con una amiga, un largo rato, sobre una chica que me gusta y que conocí hace poco, en una noche bastaaante rara sobre la que ya hablaré más adelante.

Ella, mi amiga, Carolina, me estuvo dando su visión femenina. Y me dijo que lo que me conviene es hacerle caso a ella, ya que ella tiene la posta en estos asuntos.

Yo no estoy tan seguro. Pero como nunca sé mucho sobre nada, escuché y asentí.

Lo cierto es que, según dicen, no hay que hacerles caso a las mujeres cuando dan consejos sobre el trato con mujeres. Habría que ver si eso es totalmente así. Yo sospecho que si, pero no sé. De cualquier forma, sin dudas es un tema muy apasionante y merece una discusión futura.

Terminada la tertulia, me levanté y me fui. En la puerta de abajo, adonde siempre nos colgamos hablando media hora más, le pregunté: “Che, ¿vos qué creés? ¿Sos la persona favorita de alguien?”.

Ella, con su peor cara de tonta, con tal aire de convencimiento que me dieron ganas de matarla, mató el instante poético y respondió: “No sé, eso no me lo tenés que preguntar a mí, sino a los demás. Si te dijera que sí, sería una vanidosa”.

¡La odio! ¡Siempre encuentra el modo de arruinar mis cuelgues! ¡No tiene sangre en las venas! ¡Siempre insiste en responder lo correcto y nunca lo que se le viene a la mente!

Así que la puteé. La puteé fuerte y con ganas, lo cual desencadenó en un cruce de reproches y pases de factura. “¡Y mirá de quién acepto consejos sobre minas!”, le dije. “Andáaaaa, Love Coach, andáaaaaa”, me respondió ella cagándose de risa.

Y sí. Hace unos meses yo fui un Love Coach. Lo juro, no es chiste.

Como el personaje de Will Smith en “Hitch”, como Neil Strauss en “The Game”, como Luisa Delfino en “Te escucho”. Es así, nomás: hace poco yo laburé de dar consejos de amor, sexo, pareja y levante a mis clientes yanquis atormentados.

Y cobré por eso y ellos pagaron por eso. De hecho, cualquiera diría que pagaron demasiado. Más de la cuenta. Sin ir más lejos: dos dólares por mensaje de texto enviado y dos dólares por mensaje recibido. Pero vale aclarar que, aun así, siempre se despidieron agradecidos y muchas veces volvieron por más.


Me resultaba increíble imaginármelos. Muy freak. Calcular que ellos marcaban tirados en los sillones de sus casas el numerito que decía la publicidad y empezaban a preguntar cosas. Siempre carcomidos por la desesperación. Siempre.

Yo les contestaba en inglés, sentado en mi escritorio, desde una oficina en la peatonal Florida, a cien metros de la estación Catedral del subte D.

Traduzco un ejemplo:

“Ayuda, por favor, necesito saber si estas del otro lado. Necesito respuestas! Mi novio me pidio que nos tomaramos un tiempo”.

“Hola, corazon, yo soy Connie –así me llamaba yo- y voy a ser tu Love Coach. Estoy acá para ayudarte en lo que sea, si? Voy a responder todas tus preguntas, no importa la hora ni el dia que sea, de acuerdo? Quiero que me lo cuentes todo”.

“Connie, quiero saber: eres una computadora? Necesito hablar con alguien. Estoy liquidada, no hago otra cosa si no llorar y mi novio no responde a mis llamados”.

“Cariño, no lo dudes ni por un segundo: yo no soy una computadora. Mi nombre es Connie, tengo 35 años y estoy en Nebraska. Voy a brindarte las respuestas que estas buscando, de acuerdo? Empecemos por tu nombre. Dime, dulzura, como te llamas?”

“Mi nombre es Brenda. Oh dios mio, tengo tanto dolor, Connie. Necesito que me ayudes. Crees que el esta con otra?”.

“Brenda, querida, empecemos a ayudarte. Ayudame a ayudarte, si? Seca tus lagrimas y comienza a pensar con claridad. Tu problema es el de miles de personas, dulcecita, sabes? Sin embargo, debo decirte que existe la forma de recuperarlo. Voy a darte algunos consejos. Quieres?”

Y así miles. Pero miles, miles. Entraba una cantidad de mensajes impresionante.

Mi táctica era no darles un consejo nunca, bajo ningún punto de vista.

Cuanto más durara la conversación, más mensajes entraban y más contento se ponía mi supervisor. Y recién cuando decidí que iba a renunciar empecé a jugármela más, a aconsejar como si supiera y a copiar y pegar las conversaciones en Gmail para relatos futuros, asunto que estaba terminantemente prohibido (te lo repetían muy seguido: prohibido copiar y pegar).

Pero yo siempre tengo la esperanza de que hayan relatos futuros y eso era lo principal.

Igual, la verdad es que lo más valioso de ese laburo estaba en esa oficina.

Para poder laburar ahí tenés que saber inglés y estar mal del mate. Nada más. Creo que fue por eso que me tomaron. Al aviso lo saqué de un sitio de búsqueda laboral bastante conocido. Y tuve una entrevista, una capacitación de una hora y enseguida ya era un Love Coach.

Al lado mío había una chica que laburaba de Fortune Teller (o Psychic). Cada tanto me codeaba y me mostraba sus conversaciones, que eran de lo más freakie. A sus clientes les inventaba absolutamente todo. “Oh, cariño, la Moon Card dice que ese hijo que tu esposa espera podria ser un varon. Quieres saber mas?”.

No había tal Moon Card, por supuesto.

Creo que el único laburo en el mundo que está mejor que ser un Love Coach es el de ser un Fortune Teller. Lástima que en ambos casos eran también los sábados y domingos a la noche, con francos rotativos.

Algo muy curioso que vale la pena destacar eran las frases y palabras prohibidas. No podías escribir ni “Argentina” ni “Kenia”, porque en esos dos países cuartomundistas están las oficinas que se dedican a eso. Y tampoco podías decir “malgastar tu dinero” o “te están robando”, porque, bueno, eso es lo que ellos estaban haciendo y lo que nosotros estábamos haciendo, respectivamente.

Y es triste que sea así, pero ese cliente que te escribe desesperado está dispuesto a hacerte caso en todo lo que le digas.

Un día me fui a tomar un descanso, mientras hablaba con una treintañera casada, y con dos hijos, que estaba preocupada porque veía que su matrimonio se moría a causa de la falta de comunicación. Cuando volví a la media hora descubrí que el que se había hecho cargo de mi cuenta le estaba recomendando que se divorciara urgente porque su esposo no era un buen tipo. La mina le decía: “Tienes absoluta razon, muchas gracias. Tienes absoluta razon! Yo ya lo sabia pero necesitaba escucharlo”.

Irremontable.

Dos hijos en Seattle, que ven cómo sus padres se separan y cómo sus vidas cambian para siempre. Y un pendejo en Argentina sentado en una computadora, despachando clientes y saliendo a bailar con sus compañeros cuando termina el turno.

En ese sentido no había restricciones. Las respuestas, te lo aclaraban de entrada, se basaban en el sentido común. El único problema estaba en que los que te escribían eran más que nada suicidas en potencia (al número de Atención al Suicida yanqui me lo dieron el primer día y lo usé mucho). Y cada uno tiene siempre su propia interpretación del sentido común.

Cuando le conté de mi en ese entonces nuevo laburo a Carolina, mi amiga, ella también se me cagó de risa en la cara.

Y se sigue riendo, claro.

Pero, bueno, ya lo vimos: es de esa gente que, cuando le preguntás si es la persona favorita de alguien, te responde que se lo preguntes a los demás, para no pecar de vanidosa, así que ¡qué podemos esperar!

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