Ay, detesto esa vieja idea de que hay que leer porque te hace más sabio, te ayuda a escribir sin faltas, te permite imaginar la cocina del escritor y robar metáforas y tonos de voz, te alimenta la imaginación y te potencia el intelecto.
Qué porquería leer así. Si pienso eso mientras estoy leyendo, no me queda otra que tirar el libro y prenderlo fuego.
Por eso me veo obligado a defender a la televisión en varias discusiones, aunque en la realidad me la pase leyendo. Como hace Fontanarrosa, desde otra altura claro, comparándola con El Aleph de Borges. Una locura; un aparato que tiene otros mundos adentro. Un bicho inexplicable. Una caja virtuosa más que boba.
El lunes me pasó con uno de los fotógrafos de la revista, cuando volvíamos de una nota. Él dijo que no lee, pero que debería. Y se lamentó por eso. Y dijo que al final la gente prefiere ver la televisión y que eso la estupidiza porque no la deja pensar.
Y yo, de lo más cabeza, la defendí a muerte a la tele. Al fin y al cabo, yo siento por la literatura lo mismo que mucha gente siente por la televisión (y me incluyo); para mí un libro (una novela, un cuento) es algo pasatista, destinado a no dejarte nada en vistas al futuro; sólo el gasto de tiempo que te llevó leerlo (verlo en el caso de la tele) y el disfrute hedonista del durante.
Yo no me puedo poner a pensar en que el libro me eduque. Yo necesito que el libro, la historia que me cuenta, traiga personajes que me enamoren o que me diviertan y me hagan reir o que me asusten o me den repugnancia o me tengan en vilo, así sea con golpes de efecto de lo más bajo. Me importa un carajo la instrucción de un libro. E insultaría un poco más. Pero así está bien.
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