Dos pibes un poco pungas, de unos 16 años, se me sentaron al lado en el tren (bah, uno al lado y el otro enfrente), que venía semi vacío. Quedé como encerrado e interrumpí la lectura de Semana, de Sebastián Martínez Daniell, en la segunda página, aunque no saqué la vista del libro.
Los chicos sacaron sendas billeteras de adentro de sus calzoncillos y se pusieron a hacer el racconto. En una había dólares y eso generó una discusión. Qué hacemos, los cambiamos y mita y mita, porque los dólares vienen bien.
Uno prendió un cigarrillo y el otro me preguntó si me molestaba el humo. Apestaban a alcohol y tenían las remeras un poco rotas. No sabían adónde los llevaba el tren y me pidieron consejo sobre qué tomarse.
Conversábamos sobre eso (yo lamenté no poder informarlos bien sobre qué tomarse) y ellos se mostraban sorprendidos por el hecho de que se habían equivocado de tren (los desconcertó el desvío que hace el ramal después de la estación Belgrano R), cuando llegué a mi estación y me bajé. Dejé la charla a medias y sin que se note me cubrí el bolsillo de la billetera.
En ese momento tuve la imagen del párrafo exacto en el que Bukowski dice que uno con el tiempo aprende a poner la billetera en el bolsillo delantero. Vi la impresión y vi el diseño de Anagrama.
Yo todavía no aprendi, pero por suerte los chicos eran gente respetable. Bajaron conmigo y agarraron para el otro lado.
Mientras caminaba por el andén vi, entrando a los vagones, a un policía que miraba para todos lados y hacía preguntas. El tren estaba frenado y había varios oficiales buscando.
Pasé por al lado de ellos y caminé a la facultad.
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