Vershinin: ¡Caramba, qué viento se ha levantado!
(…)Masha: Sí, estoy harta del invierno. Ya ni me acuerdo de cómo es el verano.
(...)Masha: Feliz aquel que no sabe cuando es verano y cuando es invierno. Creo que si viviera en Moscú el estado del tiempo me sería indiferente...
(…)Vershinin: Hace unos días estaba leyendo el diario de un ministro francés, escrito en la cárcel. El ministro había sido encarcelado por causa de Panamá. ¡Con qué deleite, con cuanta admiración menciona a los pájaros que ve desde su ventana, y que antes, cuando era ministro, ni siquiera notaba! Claro que ahora, estando de nuevo en libertad, ya no los ve más. Usted tampoco se fijará en Moscú una vez que viva en ella. La felicidad no la tenemos, ni existe, la deseamos solamente.
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De yapa, y sólo por agregar algo mío, una nota irresponsable y avergonzante sobre el dramaturgo ruso. La escribí en algún momento de la carrera:
Un autor que escribía sobre nada
22 PM de un viernes. Charla de bar trasladada a un andén de subte. 5 amigos y yo. Esperamos el tren, aburridos. Entre tanta conversación acerca de fútbol y mujeres, yo saco a la superficie un tema nuevo y revolucionario: Antón Chéjov –y no es que me dé aires de intelectual, es que esta nota me fue encargada hace una semana y estaba girando en mi cabeza-.
De mis cinco amigos, sólo uno escuchó nombrarlo alguna vez. El 100 por ciento de ellos dice que “ese tipo seguro es uno de esos intelectuales maricones y aburridos que escriben novelitas del estilo de Romeo y Julieta. Historias trolas que nada tienen que ver con la vida real”.
Chéjov. ¿Quién es este tipo? Dramaturgo. Nació en 1860 en Rusia –a mi mejor amigo, desde que no pudo terminar el CBC por culpa de Sociedad y Estado, el siglo XIX le genera alergia-. Visto así, un embole. Un escritor del año de la escarapela.
Pero la realidad, intento explicarle a mis amigos, ahora sí dándome injustificados aires de intelectual, es que los textos de este dramaturgo son el equivalente en su época a lo que es hoy una sit-com. Obviamente, recibo una carcajada como única respuesta.
Pero lo cierto es que Chéjov fue uno de los principales factores en la transición entre el romanticismo –que basaba sus argumentos en personajes heroicos, predestinados a trascender y quedar en la historia- y el realismo del teatro ruso. Lo suyo se basó en la cotidianeidad. En el costumbrismo.
Sus principales obras -“Las tres hermanas”, “El tío Vania” y “La gaviota”-, ocurren en casas de campo. Casas de provincia. Sus personajes pasan horas enteras, y hasta días enteros, encerrados haciendo nada. Asfixiándose en el vacío de sus vidas. Conversando. Lamentándose por la intrascendencia de sus días. Sueñan con la felicidad, con acceder a una vida más intensa. Pero no saben que jamás podrán alcanzarla. En las obras de Chéjov, a la felicidad se la llama Moscú. Sus personajes añoran irse a vivir a la capital, que siempre aparece como la tierra prometida.
Pero el futuro y la felicidad nunca llegan. Y mientras tanto ellos se ahogan en una atmósfera de pura y consistente… nada.
Y se puede decir, como alguna vez se lo dijo acerca de la sit-com yanqui Seinfeld, que las de Chéjov son obras sobre nada.
Hace un año –exactamente a 100 de su muerte- que leí algunas de sus obras y no puedo diferenciar la trama de cada una de ellas. Todas se me aparecen como distintos capítulos de una misma historia. De una misma novela.
Àlex Broch, del Instituto del Teatro de Barcelona lo explica, en el prólogo de una antología de sus textos de la editorial Losada, del siguiente modo: “Es difícil encontrar en el teatro de Chéjov una trama donde el desarrollo de la acción domine de una forma clara. Es esta quizá la máxima crítica que se ha hecho a su teatro. Su teatro no es de acción externa, sino de atmósfera, de ambiente”.
En el andén del subte hay televisores. Pasan publicidades. De golpe aparece una de una conocida marca de café. Dice algo así: “Qué día de mierda, ¿no? Aguantá, ya llegas a tu casa y te tomás un café”.
Recuerdo que la pasan todos los días. O sea que según los estudios de mercado de la empresa de café, todos los días son una mierda. Y la única esperanza es añorar esas 3 o 4 en la que muerto de cansancio te podés tirar a tomar un café y mirar a Tinelli comentando un campeonato de comer huevos duros, mientras te preguntás cómo corno vas a hacer para despertarte mañana, volver a empezar y ser feliz. Y así constantemente. Día a día.
“Bueno, -les digo a mis escépticos amigos- de eso hablan las obras de Chéjov”. Cien años después -mientras en El camarín de las musas todos los domingos a las 16 se repone la exitosa obra “Un hombre que se ahoga”, basada respetuosamente en los textos de “Las tres hermanas”- la vida cotidiana sigue siendo tal como él la describió. Y eso que vivimos en la Capital.
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