
El museo, por supuesto, tenía (tiene) una guardia de seguridad fija. La centinela necesaria para proteger el bienestar de los tan valiosos objetos. Tenía, incluso, la seguridad, un perro guardián.
Pero.
Siempre hay un pero. Y la gente de mi edad cada vez que ve a un policía tiembla.
Pero: como dije, en la seguridad del museo había un perro guardián. Un doberman de mandíbulas furiosas llamado Barney. El gerente del museo dijo que fue un ataque de locura. Habrá sido eso, habrá sido envidia del célebre personaje (la foto lo muestra engreido; con una mirada de desprecio), habrá sido el placer del uso y abuso de la fuerza. Habrá sido qué.
Lo cierto es que, aquel guardián que debía cuidarlo, se lo comió. Lo acometió con un certero tarascón y lo destrozó y lo masticó. Su cabeza quedó separada del resto del cuerpo. Y la estopa quedó esparcida por todo el suelo.
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