El 11 de septiembre de 2001, en el mismo momento en que ocurría todo, yo estaba durmiendo. Durmiendo mal. Estaba en quinto de la secundaria; no existía yo en esa época.
Mi vieja vino a despertarme y me dijo: "Mariano, hace un rato un avión chocó contra una de las torres gemelas. Parecía que era un accidente y vino otro y chocó a la otra. Se acaba de caer una y están esperando que se caiga la otra ¡Vení a mirar!". Yo le dije, y cito literalmente: "Uh, qué mal... no te puedo creer. Bueno, no puedo hacer nada. Cerrame la puerta que me acosté tarde". Enseguida, segundos o minutos más tarde, reaccioné y me levanté. Pero igualmente sirve para probar mi punto.
Lo mismo pasó el 11M. Más o menos. Sólo que esta vez decidí no levantarme. Y otra vez igual cuando el atentado de Londres.
El miércoles pasado me pasé toda la noche preparando la entrevista que le hice por la mañana a Martín Caparrós. Cuando llegué como a las dos de la tarde a mi casa, me puse a escibir un informe de lo que había pasado durante el encuentro: frases, diálogos, situaciones, posibles títulos, impresiones, color. En cuanto terminé (lo hice de un tirón, como vomitando información) me acosté a dormir, un poco desquiciado.
Afuera se hizo de noche (cuatro de la tarde), como en Día de la Independencia. Declararon la invasión y empezaron a bombardear pelotas de granizo. Hecatombe, debacle y apocalipsis. Las ventanas se sacudían, los autos se abollaban, los vidrios se rompían, las alarmas sonaban.
Yo ni me enteré.
Hoy hicieron 0 grados, en el preciso momento en que mi hermano caminaba hasta su trabajo. Me acabo de enterar gracias a la radio. Estuve trabajando hasta tarde. Y los ejemplos siguen (Cromagnon es una excepción que confirma la regla; seguí los hechos desde que las víctimas fatales eran 4).
Mi punto es que cuando la realidad pasa, yo estoy viendo peliculitas de ficción surrealista en la cama. Con los ojos cerrados y la bocota abierta.
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