Bailar

Es raro.

Cada vez que me siento en la batería una bestia se apodera de mí.

Es como si recibiera una energía especial, que se va renovando entre estrofa y estribillo.

Si por momentos hasta prefiero olvidarme de lo aprendido en los ejercicios de técnica. Nada de pegarle con mucho movimiento de dedos y muñecas.

¡Con todo el brazo le pego!

Y me río.

Me empiezo a reir a carcajadas solo y no puedo parar, mientras toco. Mientras suena la banda. Me rió, cuando los violeros y bajistas se tienen que dar vuelta a subir el volumen de sus instrumentos, por ejemplo.

El placer de la batería es cuando levantás el culo del asiento durante medio segundo para meterle un batazo al plato más brillante que tengas.

Ahí, cuando el ruido a vidrio roto va creciendo y se mezcla con el estruendo del zurdazo que penetra al redoblante, para empezar a copar la totalidad de la sala, en ese momento, que uno ya percibe segundos antes de que suceda, la carcajada es inevitable.

Eso es la felicidad.

Pegarle a un platillo con la derecha, como si fuese la cara del enemigo, y al redoblante con la izquierda, al mismo tiempo. Es un ruido que te completa como ser humano durante al menos un segundo.

Difícil explicarlo.

Y después caer de vuelta en la segunda nota del próximo compás.

Porque hacer ritmo también es divertido.

El mejor elogio que me hicieron como baterista fue que lo que yo tocaba no sonaba a batería.

Casi me largo a llorar de la emoción. Fue lo más lindo que me pudieron decir.

Claro que después de eso me dijeron que ni valía la pena que me gastara mis ahorros en un set de platillos buenos, ya que ni a platillo sonaban mis golpes.

Pero igual me cayó bien.

Y digo que todo esto es raro porque, si bien cada vez que me pongo a tocar un panrockero se apodera de mí, a la hora de ponerme a escuchar, la música fuerte me hace doler la cabeza.

Ahí me convierto en un mariconcito.

A mí me gusta escuchar las canciones trolitas de Ariel Minimal y de Turf. Y de Intoxicados.

O los discos de Thelonious Monk, Miles Davis y Charles Mingus que me grabaron mi profesor de batería y mi amiguitu entrañable, Fede.

Hay que detenerse simplemente a recordar mi mañana de ayer y mi noche de ayer.

A la mañana rompí el parche del tambor de la salita de ensayo tocando al palo una versión punky-trash de Type, de Living Colour.

Y a la noche, justo después del laburo, se me llenaron la pierna y la espalda de piel de gallina escuchando el tema tres de Mingus Moves, el disco de Charles Mingus, tirado en la cama.

El tema tres, que no sé cómo se llama porque nunca tuve el original, es el único de todo el disco que no es puramente instrumental.

Hay que escuchar las voces de esos dos tipitos. Se me parte el corazón.

No sé lo que dice la letra, pero claramente es una historia de amor bien cursi y los protagonistas son los dos cantantes, Doug Hammond y Honey Gordon.

Estoy seguro de que debe ser una historia bien dolorosa.

Mientras escucho la trompeta de ese disco, mientras sigo sus chillidos, la voy acompañando con la lengua.

Como ese programita de la computadora que va generando dibujos raros mientras suenan las canciones, yo dibujo figuras con mi lengua, mientras escucho el disco de Mingus.

Es una forma muy particular de bailar, la mía.

Cuando toco la batería, en cambio, no me hace falta bailar.

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