Papeles

Mi abuelo recibió una condecoración, como agente de la Policía Ferroviaria, el 16 de agosto del ’63, por arrestar a un tipo que se había afanado dos bolsas de azúcar.

Me enteré en estos días, revisando los papeles de mi abuela, recientemente muerta.

El tipo se afanó dos bolsas de azúcar y un cobani lo fichó, lo corrió y lo takleó y le puso las esposas.

Habrá quedado ahí tirado en el piso, supongo, el pobre tipo, y la gente le habrá pasado por lado y lo habrá mirado indignada.

Y el cobani, el alcahuete, era mi abuelo.

Que en paz descanse.

Nunca lo conocí.

En este tipo de robos yo estoy ideológicamente del lado de los chorros.

Unas bolsas de azúcar. Un libro. Una manzana.

Robarse esas cosas vale.

Nunca lo hice porque soy cobarde. Pusilánime como el peor. Si hasta me da adrenalina colarme en el subte, como ayer, que el boletero me vio y me gritó: “¡Hey, flaco, flaco!” Y yo me puse ligeramente nervioso, aunque seguí caminando como si nada hasta el tren, que ya arrancaba.

Vale. Es Metrovías contra mis noventa centavos.

Matemática, que le dicen.

Y si bien en la librería nunca pesqué a nadie afanándose un libro, cada vez que me adoctrinan sobre el estado de alerta que debería mantener, yo en el fondo sé que si llego a ver a alguien choriciándose algún titulito de Anagrama, me le voy a acercar y le voy a decir al oído: “Te vi, boludo, te vi, y si te vi yo te puede ver cualquier otro; media pila, carajo, afane bien, por lo menos, que me van a terminar rajando a mí por culpa suya; espero que lo vaya a leer al menos”.

Y nada más.

Pero mi abuelo lo metió en cana al pobre chorro.

Y se ligó la condecoración.

Entre los papeles también encontré los diarios del día en que lo mató un grupo de Montoneros, en la Estación Villa Adelina, durante la madrugada del jueves 5 de mayo
de 1977.

Un auto clavó los frenos frente a la puerta principal de la Estación Villa Adelina. Cuatro hombres se bajaron y caminaron, a paso ligero, hombro con hombro, hacia el interior de la Estación. Adentro los esperaban dos canas que hacían guardia y que en el fondo ni se esperaban la que venía. Los cuatro tipos aparecieron de golpe. De la nada. Era de madrugada. Los ratis se encontraron cara a cara con la muerte. El cuarteto disparó sin mediar palabras.

Mucho disparó.

Y los dos policías cayeron muertos.

A mi abuela le gustaba creer que ya estaban muertos antes de que sus cabezas golpearan el piso. Lo decía siempre, incluso décadas después: “Yo sólo espero que no haya sentido nada. ¿Habrá sufrido mucho Miguel?”

-No, abuela, si dicen que murió en el acto.

-O sea que ni se entero.

-Seguro que ni se enteró.

Así que los dos policías cayeron muertos. Ya estaban muertos antes de que sus cabezas tocaran el piso. Los asesinos no se llevaron sus armas, siquiera. Se dieron vuelta y rajaron por donde vinieron.

Escalofriante.

Mi abuelo aparece mencionado con sus nombres y su apellido en todos los diarios del día después. Yo acá tengo La Prensa, Crónica, Clarín y La Nación. En cada uno de los diarios hay una breve narración del hecho. Y son todas relativamente parecidas entre sí. Lo cual también me sorprende.

Años después Firmenich se hizo cargo de esas dos muertes, las de mi abuelo y su compañero, junto con otras tantas más.

Eso me lo contó mi vieja hace mucho.

Siempre se encuentran cosas geniales revisando los papeles de los muertos.

Entre los suyos, mi viejo también tenía unas cuantas joyitas. Por ejemplo las cartas que se mandaba de pendejo con sus amigos.

Mi viejo le escribía a un amigo que estaba viviendo en Brasil –¡comprobado que todavía no salía con mi vieja, por la fecha!- sobre el montón de minas que se levantaba en Buenos Aires. Y el amigo le contestaba la misma cantinela desde allá: “Te tenés que venir, Miguelo, acá las brasileras pican facilísimo; se vuelven locas cuando les decís que sos argentino. Ayer mismo me apreté a una y después me apreté a la hermana, que ya andaba atrás mío”.

Entre las cartas que tenía mi abuela en sus papeles hay muchas que llegaron en los días posteriores a la muerte de mi abuelo. Condolencias, básicamente.

Familiares que estaban lejos, amigos, compañeros de trabajo.

La mejor de todas es la del capo de la Policía Ferroviaria. El comisario.

Es tan una joya de esa época que me da cosita postearla así de fácil. Gratis. Copio sin alterar un solo signo de puntuación ni acento:

“Debo saludar y despedir en su silencio eterno, al Auxiliar Cúparo del Cuerpo de Policía Ferroviaria, quién fuera asesinado junto con el Auxiliar Leguizamón por aquellos que unen su crueldad con la cobardía, que ante la emboscada artera al hallar un argentino valiente que los enfrenta, como ocurrió en el suceso; huyen envueltos en su negra maldad, cobardemente, como son en su justa realidad, abandonando armas y explosivos, demostrando que así son ellos y que de tales malvados surgirá el nuevo Estado que vanamente pretenden cimentar.

Fuí su Jefe, conocía al Auxiliar Cúparo y nos deja en su eternidad algo que no todos los hombres llevan consigo y que al morir legan en el recuerdo perenne, su trato de buen camarada, la disciplina y obediencia al deber de sus 21 años de servicio, su figura de valiente subordinado, de un buen esposo y padre de familia que así me consta; queda acá en el silencio otro martir de algo inexplicable……

Pidamos a Dios que reconforte a su familia y que encuentre el descanso de los justos

Comisario Benjamín Arquímedes Vega”.

Una joyita de la época.

Cuando revisé las cosas de mi viejo también encontré valores de ese calibre.

La mejor es un brazalete de sus años de militancia, esencialmente negro, salvo por los dos márgenes con los colores de la bandera argentina, que tienen dos inscripciones: “Perón o muerte”, de un lado, y “Viva la patria”, del otro, y salvo también por las dos letras rojo furioso impresas en el centro: la jota y la pé.

Sobre su papel como militante no sé mucho, salvo que era un poronga de fierro en la cintura.

Esa es una de las cosas que más lamento de su muerte. O que más lamento del tiempo que no pasamos juntos mientras estaba vivo. Detesto no haberle preguntado bien por su pasado.

Su pasado de pistolero. O su pasado de dirigente en la Federación Argentina de Futbol Femenil, cuando viajó al mundial de México '71 como jefe de delegación.

Y así fue que descubrí que está genial revisar entre los papeles de los muertos.

Ahora no me queda otra que releer Ezeiza, de Verbitsky, cada tanto, e imaginármelo a mi viejo ahí, a los tiros, con sus jeans pinzados y su camisa a rayas, y su calva incipiente y su panza, una mezcla de las imágenes de sus fotos de juventud y de lo que me queda en la memoria de sus años finales, ya como banquero ejecutivo, un tipo de renombre en su ambiente, me lo imagino con una rodilla flexionada y la otra en el piso, agazapado, disparándole a la derecha peronista y esquivando las balas enemigas.

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