Me acuerdo de cuando era muy pendejo.
Tengo presente una tarde, en Rosario, como a los once años. Hacia un calor tremendo. Era pleno verano. Ponele que hacían cuarenta grados. No se podía vivir si no estabas tirado en la pileta.
Y de hecho todo el mundo estaba nadando en alguna ese día.
Yo escuchaba el griterío del patio de mi casa, desde lejos: los chapuzones, los juegos, los ladridos del perro, que siempre estaba encerrado para que no se morfara a los invitados.
Se me había dado por leer Heidi y Peter (era medio putito, sí), tirado en el piso de mi cuarto.
Mi vieja me proveía literatura, dispuesta a arruinar mi vida social por completo. O a salvarme de la crueldad de los rosarinos y del mundo en general.
Primero fue Ami, el niño de las estrellas. Pero eso en Martínez; en Buenos Aires.
Me lo leía a la noche, en su cuarto, antes de irse a dormir. Ocho años tenía yo. Hacíamos un capítulo diario y cuando terminaba, como dije, ella se iba a dormir. Y yo a ver la tele como hasta las seis de la madrugada.
Ami era un chaboncito que caía en planeta tierra y se hacía amigo de un pendejo de acá. Era medio una reescritura de El principito. Pero eso lo supe hace poco, cuando leí el de Saint Exupery.
Cuando lo terminamos, mi vieja me compró Ami regresa, que era la continuación. Ahí cambiamos el trato. Leíamos mitad y mitad. Ella me leía un capítulo y yo agarraba el libro y me iba a leer otro a mi cuarto.
Y después me iba a ver la tele como hasta a las seis de la madrugada. O a jugar a los playmóbil.
Me la pasé jugando a los playmobil durante toda la infancia. De eso me acuerdo perfecto.
Y un día Ami se me terminó.
¡Cómo lloré cuando se me terminó Ami, la reputísima madre que lo parió! Lloré una barbaridad, en el Unimarc. Así se llamaba el supermercado, que quedaba en Martínez. Mi vieja me compraba ahí los libros.
Y un día fuimos a ver si había un tercer libro y resultó que no. Había uno súper finito, repleto de dibujitos bufarrones, que se llamaba Ami y Estrellita, y que me lo leí en quince minutos sentado en la escalera de casa.
¡Pero como lloré en el Unimarc! ¡No me la olvido más!
Después mi hermano me pasó los primeros de la saga de Alma Maritano: Vaqueros y Trenzas, El visitante y En el sur.
Eran unos libros para adolescentes. Yo tenía nueve años, a lo sumo, o diez, pero me los leía igual. Y la pasaba bomba. Tenía mis propios amigos en el barrio: estaban Diego, los hermanos Gerardo y Fernando, estaba Jorgito (Caca, para los amigos), estaba Dieguito y el hermano de Dieguito, que ni me acuerdo cómo se llamaba. Estaba Elizabeth y estaba Juliana. Estaba Juan Martín. Y había como quince más.
¡Los pibes del barrio eran todos siete años más grandes que yo! ¡Nunca voy a entender qué hacía yo entre ellos! ¡Ojalá alguien me hubiese filmado ahí metido!
Tenía mis amigos del barrio, decía, pero a los personajes de los libros de Alma Maritano yo los sentía también como mis amigos. Niqui; Inés, que en un momento me llegó a gustar; el capo de Robbie; El Marciano; La Oruga.
Nunca me voy a olvidar de ellos.
La historia transcurría en Rosario. Los pibes caminaban por calles e iban a pelotudear a plazas que yo jamás había escuchado siquiera mencionar. Hasta que dos años más tarde, casi como una burla del azar, mi viejo cayó con la noticia de que nos íbamos a vivir a Rosario.
Increíble. Dejé a todos mis amigos de Martínez para ir a lo de mis amigos de Rosario.
Después me compré el resto de la saga (Cruzar la calle, Pretextos para un crimen) y también se me terminó y mi vieja casi le rompe la cabeza a patadas a una maestra que le dijo que yo no leía bien.
Y después arranqué con Sydney Sheldon y me leí once suyos de corrido. El primero fue Lazos de sangre.
Me marcó para siempre.
Y ya está, ya era un adicto.
Los de El pequeño Nicolás; mi vieja me compró el primero en Pinamar y se fue al cine y cuando volvió ya lo había terminado y le estaba pidiendo el segundo. Después, uno que se llamaba Los líos llaman por teléfono. Y El tunel, de Sabato. Y los de la colección Escalofríos, de R.L. Stine, que me los gané en un sorteo de la Librería Ross. Y otros que ni me acuerdo.
Los rosarinos de carne y hueso no habían resultado tan buena onda de entrada y mi vieja me había salvado un poco la vida sin saberlo. O me la había, jodido, no lo sé. El mundo quedaba adentro de los libros.
La vez que me leí Heidi y Peter en una sola tarde, de corrido, cagado de calor, encanutado en mi cuarto, fue la primera vez en mi vida en la que me sentí un enfermo.
Supe ese día, por primera vez, que estaba jodido.
Después me pasó mil veces más.
Hoy, por ejemplo, 3:30 am, escribiendo un post sobre mis amigos de la infancia.
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