Creo que uno sólo conoce el dolor real -digamos: al dolor más crudo e inaguantable- cuando se muere un pariente cercano. Y hace falta ser hombre para sentirlo. Las mujeres no saben de qué se trata.
Y me gustaría que quede claro, ya que estamos, que no me refiero al dolor de cuestiones tan intangibles y a la vez reales, como el pesar del alma, que tan intenso suele ser, o el luto y el sopeso de la nueva ausencia.
Nada de eso.
Para eso, la verdad, tiene que pasar un tiempo pronunciado. Un mes, o dos, digamos.
Dos semanas como poco. Y a lo sumo, en casos de una óptima sensibilidad, una.
De cualquier modo, y vuelvo al eje porque me da miedo irme completamente de tema, ese tipo de dolor espiritual para mí está en otra categoría, tal vez inferior, por su carácter incomprobable.
Yo me refiero al dolor más terrible.
Yo me refiero a las manijas talladas de los ataúdes.
Caminar esos metros desde el coche negro hasta la tumba. Todo el peso del cajón y del muerto (una redefinición del concepto de peso), que en ese momento ni importa si es un pariente cercano, sobre la palma de tu mano y sobre tus dedos.
Y el dibujito, el cruel tallado, esa condenada obrita de arte, que si se tiene mala suerte es de influencia barroca, incrustándose en tu carne.
Sentís como si se te estuviese abriendo la piel. Y a veces (bueno, en mi caso sólo fueron unas pocas ocasiones) se te abre de verdad.
En cualquier caso, hay que disimular.
Y llorás.
Por eso es que los hombres lloran en los velorios.
Las mujeres tendrán sus propias razones para hacerlo; yo las desconozco.
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