A veces me dan muchas ganas de ser escritor. Después se me pasan.
Por lo general me dan ganas cuando tengo que hacer algo que me resulta demasiado poco humano. Hoy, justo, me pasó. Con las relaciones públicas. Estoy llamando a periodistas para presentarme en mi nuevo cargo y para contarles cosas del sello.
No me sientan las rrpp. No lo puedo evitar. Puedo ser buena onda y llevar una charla absolutamente normal, mechando comentarios copados con parrafitos de información de lo que tengo que promocionar. E incluso creo que durante la charla el otro no percibe nada raro. Pero por dentro me voy sintiendo cada vez peor. No sé definir cómo ni porqué.
Y si supiera, justamente, me convertiría en un escritor.
Sólo puedo decir que me hace sentir un poco menos humano. Capaz sea el comunicar puerta a puerta, uno por uno, el hablar con gente a la que le cortás y deja de existir. No lo sé.
Ahí me dan ganas de poder contar esa sensación, tan rara, tan flojita, de manera que a los demás pueda parecerle verosímil e incluso entendible.
Después, cuando tengo que escribir, para poder llevar algo a Los Mudos (me va a salir, Funes, juro que me va a salir; y ese día Los Mudos se convierte en Los Gritones; rompo todo El Conventillo... y nos volvemos a quedar sin luz), y me exprimo el cerebro para que se me caiga media idea, deseo que el deseo de ser escritor desaparezca. Y lo logro.
A la noche nos juntamos en lo de Carolina a grabar radioteatro. Al final no leí casi nada. Una línea nomás. E improvisé un personaje gay para la próxima (gustó pero no causó gracia; será que me salió desoladoramente bien). Además morfamos empanadas y filosofamos mal, lo cual siempre garpa.
Aprovecho para recomendar las de pollo de El Noble Repulgue. De haber sabido que eran tan superiores a las de Sólo Empanadas, hubiese alcanzado mucho antes la felicidad.
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