Esa cucaracha está endemoniada. Estaba tirando la cadena y la vi pasar por detrás del inodoro. Una sombra, como un rayo de luz. Un cohete, un pedo líquido, diría, si no fuese por el lugar de la casa en el que ocurrió.
Se frenó a cinco centímetros de la curva que ofrece la pared y reguló la velocidad. De golpe su andar fue sigiloso. Pero yo no lo noté en ese momento. Estaba viendo de refilón si tenía las zapatillas puestas: no. Con la mirada busque un objeto contundente. Nada. Empecé a sacar de su base, con la mano derecha, una suerte de cepillo enorme que hay al lado de la puerta. La cucaracha también estaba ahí al lado.
Mientras lo sacaba, y tan sólo describiendo sus movimientos durante ese segundo, o segundo y medio, ella arremetió hacia su izquierda, desandando como un chiflido los pasos que había hecho, hacia su derecha y otra vez hacia su izquierda. Tres tramos de veinticinco o treinta centímetros en ese abrir y cerrar de ojos.
Para acá, para allá y para acá. Su velocidad me heló la sangre. Y acéptenme el lugar común; realmente fue así. Con el cepillo en la mano hice un par de intentos pero fue imposible. Cuando mi brazo empezaba a bajar, potente y veloz (la adrenalina no era poca), el objetivo estaba ahí; pero cuando terminaba el recorrido y se estrellaba contra el piso, ya había desaparecido.
Salió del baño. Tras sus huellas abrí la puerta y la seguí. Estaba parada en medio del pasillo, tal vez aterrorizada por la inmensidad oscura. Agarré una revista e intenté un par de veces más. En vano: aticé una y otra vez (mi mano cucarachicida está bien entrenada) pero su velocidad ya era ridícula. O me dejaba a mí en ridículo, no sé. Sólo sé que sus movimientos no son normales. Tiene cosas de Garrincha. Esa insistencia de esquivarme primero hacia la derecha, después hacia la izquierda, después hacia la derecha y después hacia la izquierda. Es posible que haya dejado familia en el baño y le cueste tomar la decisión.
Ya en serio y evidente peligro, corrió definitivamente hasta el segundo cuerpo de la biblioteca. No tuve chances. Sólo caminé detrás suyo, sin esperanza. Se escurrió tras los estantes de madera y se escondió en alguna parte de la repisa de latinoamericanos. Ahora debe estar en algún lugar entre la Isabel Allende buena y la mala (no leí a ninguna de las dos), García Márquez, Mario Benedetti y Vargas Llosa.
Yo me senté a esperar durante unos minutos con la edición Ñ de Rayuela, que es bien gruesa y a la vez flexible. Pero no apareció.
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