Indagando acerca de las razones por las cuales no tomo alcohol, ni fumo cigarrillos ni consumo drogas ilegales (y casi tampoco legales; no me enfermo mucho), me resolví a pensar que de adulto tengo una completa incapacidad para desobedecer los consejos que me dieron mis padres durante la infancia.
No me atormenta el asunto. Ni me entristece. Mi vida no es vacía y no pide más vértigo. Digamos que mi limpieza no implica cordura. Y los plieges y replieges de mi mente ya son lo bastante dificultosos como para embarrar más el camino.
Tengo, además, y en general, un gran desapego por las cosas materiales. No me apetece consumir una botella de cerveza, o un cigarrillo de marihuana o un atado de Marlboro. Tampoco un jean de Levis ni un televisor de Plasma ni un celular con pantalla a color.
Nada, ninguna voz interna, me llama nunca a caminar hasta un comercio a comprar ninguna de esas cosas.
Esto podría llegar a llamarse abulia. No lo niego. Pero creo que no sería una definición del todo acertada.
Libros, por ejemplo. Yo sé muy bien que no tengo que entrar a una librería. Sé que mi economía no lo resiste; el consumismo me entra por ahí. Y sé que soy capaz de comprar libros que más tarde no voy a leer, sino hasta dentro de un par de años.
Ay, qué puritano, qué vicios tan sanos. Podría decir alguno. Pero no, no, no y no. Mantengo mis dudas acerca de la idea de que perder toda una noche leyendo una novela de Kafka sea más sano que pasársela viendo series de la televisión norteamericana.
Y yo puedo pasar noches enteras entregado a cualquiera de esas actividades. O peor: noches enteras leyendo blogs, cuentos y sitios de noticias y actualidad. Llega un punto en esas noches largas e infames en el que uno llega a pensar que realmente su vida está perdida. Uno no va a poder jamás ser tan inútil otra vez.
Yo me he sentido igual que Chinaski o que Esteban Esposito, ya de mañana, en plena resaca. Me percibo igual de oscuro. Me siento identificado leyendo sus historias enfermizas y sus sensaciones cuando salió el sol y el caos y el cinismo de la noche ya pasó.
El personaje de Bukowski completamente descreído de las bondades de la raza humana, preguntándose repugnancias sobre el sistema alimenticio, totalmente enajenado, y el de Castillo al borde de la locura, también enajenado.
Varias veces me sentí así, después de gastar mucho las retinas. El cerebro trabaja de un modo muy distinto al real. Se hacen las nueve, las diez, las once de la mañana; uno está sin laburo a la vista, en vacaciones forzadas, el mundo conocido está lejos y entonces se forma uno nuevo acá adentro, entre cuatro paredes.
Enajenado, te tirás a dormir. Después conseguís trabajo y te insertás en el mundo y convertís a la historia de esa locura en cuentos o posts. Pero aun ahí queda latente, esperando que vuelvas a caer.
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