Nuevas obligaciones laborales me tienen escribiendo sobre festivales de rock europeos. Soy feliz escribiendo y eso es lo importante.
Mi hermano rosarino no está tan feliz. Como ya dejé entrever en la frase anterior, vive en Rosario. Piedras del tamaño de la palma de una mano cayeron sobre su casa, su perro y su auto.
Por la tarde-noche, cuando todo había terminado, estaba en claro estado de shock y me llamó desde la ruta, casi a punto de chocar y matarse, para contarme. Por suerte su hogar, su auto y su perro la sacaron barata. Parece que granizó medio en diagonal y el tutú zafó protegido por el techo de una casa que linda a su oficina. El perro, como todo perro, vivaracho, se avivó antes y se puso a resguardo. Y la casa es una casa con techo y todo lo que tiene que tener una, así que se la bancó sin chistar.
Él estaba laburando cuando pasó todo. Y dice que algunas de sus compañeras lloraban de miedo. Mi vieja me contó que una amiga suya rosarina, cuando arrancó el cataclismo (¡faaa!), se encerró en el baño de su casa.
Para mí son un poco exagerados estos rosarinos, che. Que cuando acá se vino el mundo abajo, hace unos meses, no hicimos tanto espamento (mentira, estábamos todos como locos y la gente llegó a abrir blogs temáticos). Y sin ir más lejos yo ni me enteré porque estaba durmiendo.
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