Recién en el programa de Fantino, Hugo Porta contó cómo llegó al rugby.
Porta era un jugador de tenis bastante popular en el Club Banco Nación. Un día, después de perder un partido, y ya harto de bancarse la presión de ser el único jugador de su equipo, le dijo a su viejo que nunca más iba a pisar un court.
Hugo conocía a mucha gente dentro del club y unos amigos lo invitaron a integrarse al equipo de rugby de su categoría (1951). Él aceptó y se prendió a jugar el último partido de la temporada, como wing forward. Según contó, no tocó ni una sola vez la pelota. Así que se quedó durante todo el verano con la calentura de conseguir revancha. Y la tuvo cuando empezó el campeonato siguiente. El resto se conoce. Fue Puma, crack, metió cientos de drops, decenas de tries y etcétera.
Lo increíble es cómo las biografías de dos jugadores de rugby pueden dispararse a lugares tan distantes sin que ellos se den cuenta. Cómo el relato de dos vidas rugbísticas pueden comenzar de un mismo modo y terminar en nudos y finales tan lejanos.
Yo, a los 14 años, me fui a probar a Los Caranchos (algo así como el equipo con menos recursos de la Unión de Rugby de Rosario). Llegué un sábado para entrenarme y ver qué pasaba. Las instalaciones del club eran puro descampado y cada tanto, entre los grupos de vacas y caranchos, que ponían el nombre, había unas líneas de cal que delimitaban las canchas.
A los pocos días ya era jugador de la octava de Los Caranchos. Me compré la camiseta y jugué dos o tres partidos hasta que, vaya casualidad, se terminó la temporada.
Igual que Porta, no había alcanzado a tocar ni una pelota, salvo aquella que me tiró Satanás (el segundo inside), que me encontró con el tackle de un rival. Ese día, cuando llegué a mi casa, estuve una hora en la ducha pensando en todas las cosas magníficas y simples a la vez que podría haber hecho para esquivar el tackle y llegar al in goal. Juré que si me lo proponía podía ser un crack.
Los días siguientes me la pasé imaginándome que en el segundo o tercer partido de la próxima temporada la iba a agarrar con cierta furia en la mitad de la cancha, iba a eludir dos o tres rivales con toda sagacidad e iba a meter un try histórico. Y ahí no me iba a parar nadie. Ya le habría agarrado la mano. No podía ser tan difícil y de hecho yo podía hacer lo que quisiera.
Estaba todo tan claro.
Lo cierto es que el verano fue pasando y yo me fui olvidando. Ya los últimos días de calor me encontraron absolutamente retirado del rugby. En algún momento de febrero se me había ocurrido que tocando la batería podría ganar más minas.
Me había equivocado. Por supuesto.
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